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Héroes o princesas
 

Comienzo esta newsletter para escritores tras haber pasado una temporada que voy a definir como «complicada». Una temporada de ésas en las que uno siente que se queda sin fuerzas, que no llegan los resultados y que incluso en los peores momentos puedes sentir decepciones que nunca habrías imaginado. «A perro flaco todo son pulgas».
No os cuento esto con mucho detalle, ya que no es ése el sentido del post. Aunque estoy segura de que muchos os habréis sentido así más de una vez. He de añadir que en este tiempo no he dejado de recibir buenas palabras que me han ayudado mucho, tanto de gente conocida como de otros no tan conocidos —con mensajes a mi canal, mails hablando de vuestros avances y pidiéndome consejos—, y es algo que agradezco de corazón.
Mi principal anhelo era poder dejar de luchar, soñar con tener un golpe de suerte que solucionase mis problemas. Como caído del cielo. Como algo mágico. Que de repente  a alguien se le ocurriera  rescatarme de mi vida, llevándome de la mano hasta alguna solución maravillosa. Y de pronto me di cuenta  de que esa actitud es la de las antiguas princesas: esperar a que las rescaten y como mucho dejarse crecer el pelo para que ese rescatador o rescatadora pueda trepar con facilidad.
Pero ese tipo de princesa está ya pasado de vueltas. No gusta ni en las películas de Disney y a las que quedan no hacen más que reinterpretarlas para que sean más reales: más débiles, más imperfectas, con la cintura más ancha, más ojerosas… más auténticas.
Todos tenemos derecho a esos momentos de debilidad y apatía, a perder un poco las esperanzas, a pedir ayuda. Pero si convertimos esta en nuestra actitud habitual sabemos que vamos a obtener pocos resultados.
¿Cuál es la alternativa? Un escritor debe ser más parecido a un héroe. Sí, el héroe emprende el viaje y, aunque recibe apoyos de vez en cuando, pasa por grandes momentos de soledad. Pasa por momentos en los que sólo quiere rendirse. Pero no lo hace. Sufre incluso muertes rituales o mutilaciones. Pero, al final, consigue su objetivo. Nunca se da por vencido del todo. No puede hacerlo. Es el héroe.
Por eso hoy os propongo que, tanto como escritores como en vuestra natural faceta de seres humanos, dejéis de creeros la princesa del cuento y paséis a ser ese héroe. Coged las riendas de vuestra historia —vuestra vida y la ficticia que plasmáis en el papel—, buscad algunos aliados y emprended el viaje. Los héroes no siempre lo pasan bien, pero son los verdaderos protagonistas de las historias.
Para escribir una historia es importante ponerse en el papel de todos los personajes que la integran: la princesa, el villano, el hada, el compañero, el consejero… pero, cuando pienses en ti como escritor, piensa para ti en el papel del héroe. Cueste lo que cueste, nunca dejes de levantarte y coger la pluma. Sal de tu mundo ordinario, cruza el primer umbral, encuentra aliados y enemigos, sufre una muerte ritual, sobreponte al miedo y supera las pruebas más difíciles al salir renacido. Y, después, si lo deseas, vuelve  a casa con el elixir… con tu creación bajo el brazo.
Un saludo a todos,

Cova

PD: Este es el primero de los posts exclusivos que iréis recibiendo cada mes en la newsletter. Agradezco que me haya dejado tomar esta idea a Alena, que lleva tiempo haciendo esto en su propio boletín de Intersexciones.

 
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Escritor invitado: De lector a escritor (las tinieblas lo adoran)
 
   Mi transición de lector a escritor fue algo peculiar; una sucesión de (o un conjunto de…, si se prefiere) experiencias que nutrieron mi amor por las letras más allá de la lectura, haciendo de la escritura una necesidad casi tan urgente como beber agua cuando tengo sed. Una necesidad placentera, por supuesto. En este caso, creo que la metáfora funciona perfecta: escribir es, en cierto modo, saciar tu sed.
   Nunca voy a olvidar esa noche de tormenta que, teniendo cinco años de edad, me escabullí de mi habitación a las cinco de la mañana (esos detalles no se olvidan) hacia el living para encender la tv y mirar los dibujos animados. El cuarto iba a permanecer en penumbras; no me daba miedo, pero sobre todo porque mis padres no debían ver resplandor alguno por las rendijas de la puerta. Al pasar los canales, mi curiosidad reparó en un canal local, cuya transmisión se veía no tan nítida debido a la lluvia. Allí comenzaba una película que iba a cambiar mi vida: Edward Scissorhands (o El Joven Manos de Tijeras, como se conoció en Hispanoamérica).
   La impresión que me generó aquel personaje (tiene manos de tijera… ¡TIENE MANOS DE TIJERAS!), junto a la lúgubre estética de la película… sumido en plena oscuridad y la lluvia acompañando, me provocó un miedo indescriptible. Aún así no podía dejar de ver. Me sentía aterrado y fascinado a un tiempo. Volví a mi cama temblando y tuve pesadillas. Al día siguiente, el termómetro que mi madre puso en mi boca marcaba casi cuarenta grados de fiebre. Había experimentado una sensación nueva: el terror.
   Pero descubrí en ello que ese miedo me causaba placer, activando mi imaginación, llevándome a descubrir un mundo de insondable diversión... aunque fuera una diversión tétrica, oscura. Desde entonces le pedí a mi madre que me leyera cuentos de terror. Edgar Allan Poe fue el primer escritor en abrirme las puertas de su mundo. Y yo entré, fascinado. Aún no sabía leer ni escribir, pero mi imaginación se había despertado. Y tenía sed.
   Quería inventarme mis propias historias y lo hice, aunque no fue sino hasta los nueve años que escribí mi primer cuento. Y de terror, cómo no. Siempre que me sentaba a escribir en mi cuaderno, volvía a sentir el peso de las sombras de aquella noche sobre mí, metiéndose por los poros de mi piel, royendo mis huesos y susurrándome: “ey, mira” y entonces veía cómo de la oscuridad en mi imaginación se proyectaba una historia. Mi trabajo era contarla. 
   Desde entonces, y por la experiencia particular que tuve, imaginé siempre que la escritura es un lugar oscuro, aislado, como un recorte en el universo propio, que está siempre cerca de mí. Una cueva donde puedo cerrar la puerta al mundo y sentarme tranquilo a hacer hablar las teclas de mi ordenador. Y cada vez que entro a la cueva, imagino que las tinieblas que la moran están encantadas de verme allí; ellas (mi imaginación) también debe saciar su sed de contarme historias. Eso es la escritura para mí, mi mundo, ese que fue formado por cuervos, fiebre de noche y hombres con manos de tijeras. Cada quién tiene el suyo propio.
      Por eso, para ser escritor hay que visitar ese lugar íntimo que la lectura ha abierto para nosotros.
      Entonces ¿existe ese país misterioso exclusivo para los escritores? Claro que sí. ¿Y cómo entro? Con los papeles en regla, por supuesto. Dependiendo de la sed que la motivación nos provoque, nuestras aspiraciones en la escritura van a ser mayores o menores. Esto determina en cierto punto, creo yo, nuestro nivel, la calidad de nuestras obras. En pocas palabras que, si la primera regla es leer, la segunda es escribir mucho.
Lo vital es hablar con la voz propia de cada uno (le aseguro que todos la tenemos y es única). Lograr esa intimidad con uno mismo en su propio mundo de letras. Dejarse enamorar para luego enamorar a otros. Porque las historias emergen desde (la cueva) el interior de cada uno. Por eso invito a que, usted, lector, si aún se pregunta si puede ser un escritor, se responda la pregunta a sí mismo. Ese mundo que la lectura ha abierto en usted tiene algo para decirle. Escuche con atención.
   ¿Que le teme a la pluma? Da igual. Si su sed es lo suficientemente grande, descubrirá que no podrá evitar que saciar esa sed se convierta en algo vital para seguir viviendo. Y no es simple, pero tampoco trabajoso. Para el escritor, escribir es un placer. Anímese, pues, las puertas están abiertas. Su propia cueva (así sea un mundo de hermosos paisajes) lo está esperando.
   Porque al escritor, las tinieblas lo adoran.
 
      Facundo Gabriel Giliberto
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