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Heraldos del Evangelio - República Dominicana

¿CUÁNDO SEPARAR LA CIZAÑA DEL TRIGO?
Por Francesco Lamendola

Publicación original en italiano: Quando strappare la zizzania?

          Con la parábola de la cizaña, Jesús nos enseña que el buen agricultor no tiene prisa por arrancar las malas hierbas de su campo, y el mismo concepto se nos muestra en la parábola de la higuera estéril, muy similar a esa: la principal virtud del cristiano, junto a la caridad, es la paciencia; el cristiano es un hombre que sabe esperar, no se precipita en juzgar, porque tiene fe en la Providencia. Esta, es una fe en la presencia amorosa de Dios Padre en toda su Creación, a cada instante, aún en las creaturas menores: es la fe en la bondad de la Creación, que la maldad humana rasgó, pero no la comprometió de manera decisiva, porque la última palabra siempre es la de Dios, ese Dios que se hizo Palabra, Palabra viva, Verbo encarnado, por amor a sus creaturas. La paciencia, entonces, no es sinónimo de flaqueza, o de ingenuidad, o de subestimación del mal; por el contrario, es plena e incondicional confianza en la amorosa atención de Dios que vela sobre la Creación, y que no permitirá al mal de comprometer, de modo irremediable, la realización de su glorioso designio universal, del cual el hombre es una parte esencial.
 
          En tanto, resta una interrogante: una vez que el buen agricultor no tiene prisa en separar la cizaña del trigo, ni de tomar el hacha para cortar el árbol que no da frutos, mientras, en el primer caso, espera el momento de la siega, y en el segundo preocuparse de remover y abonar la tierra en torno al árbol (en resumen: hacer todo para que el árbol vuelva a dar sus frutos; señal que la Providencia debe ser “ayudada” con las obras, y no debemos esperar perezosa y pasivamente), ¿cuándo es el momento en que él debe actuar, debe intervenir, debe proceder a extirpar lo que es dañino, a la remoción de lo que es inútil? La pregunta, de hecho, no es si debe actuar, sino cuándo debe hacerlo: cuando llegue el momento, sin tener la absurda pretensión de sustituir los planes de Dios, su Sabiduría y su Poder.
 
          El cristiano se pregunta si existen señales, si hay un criterio para discernir cuándo llega ese momento, el momento de la verdad, cuando ya no es posible esperar más, y se debe proceder a la extirpación de la cizaña. Señales y criterios son, de hecho en el lenguaje común, cosas puramente humanas, pero el cristiano se pregunta si hay un modo sobrenatural por el cual, Dios hace entender a sus obreros que llegó el momento en que ellos, en el ámbito de sus posibilidades, deben hacer su propia parte.
 
          Esto, en realidad, es otro elemento importantísimo, que se debe tener presente; el cristiano no es un súper hombre; es un pobre hombre, como lo somos todos, pero un pobre hombre que tiene fe en Dios: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya basta para sanarme”. El cristiano tiene siempre presente la propia limitación, la propia miseria, la propia pequeñez de creatura débil y pecadora. Pero al mismo tiempo es consciente de poder acceder a una fuerza inmensa; la fuerza que el propio Dios confiere a cuantos se prestan a la realización de su obra: “Porque cualquier cosa que pidan en mi nombre, yo se las daré”. Es una promesa, una promesa solemne; deberían bastar estas pocas palabras, pronunciadas por Jesucristo, para llenar el corazón de sus discípulos, de una esperanza y una confianza absolutas, aún en las situaciones más sombrías y dramáticas.
 
Monseñor João Scognamiglio Clá Dias, EP
 
          Encontramos una interesante reflexión a este respecto en el número de julio de 2017 de la revista Heraldos del Evangelio, con la firma del fundador de la homónima Asociación de Fieles de Derecho Pontificio, monseñor João Scognamiglio Clá Dias, nacido en 1939, y que ha sido su superior general hasta el 12 de junio de 2017, cuando renunció a los 78 años de edad, restando el “padre” espiritual del Instituto; el cual se encuentra, en este momento, en una fase bastante delicada de su vida; puesto bajo una lente de aumento por el papa Francisco, en un sentido nada benévolo. Y, dados los precedentes de los Franciscanos de la Inmaculada, nosotros mismos no nos sentimos tranquilos, en su lugar. Parece que en la mira del papa, están ceremonias de exorcismo practicadas por los Heraldos del Evangelio; cosa que produce asombro, frente a recientes declaraciones, del nuevo general de los jesuitas, Sosa Abascal, al respecto del demonio: que éste es apenas una imagen simbólica, no una persona real, no un ser con una individualidad precisa, nombrado diversas veces en las Escrituras y en muchas ocasiones enfrentado y derrotado por Jesús, en el curso de incontables exorcismos. Pero si el diablo no existe, entonces los exorcismos son una práctica sospechosa, una cosa de ignorantes, primitiva y anacrónica, y sobre todo inútil. ¿Jesús los practicaba? No hay problema, para esto se encuentra una “explicación”, y tiene el origen en los labios infalibles del padre Sosa: no sabemos realmente lo que dijo Jesús, pues ningún grabador nos transmitió fielmente sus palabras, por lo tanto, todo lo que dicen los Evangelios son apenas indicios y, probablemente, al menos en lo relativo a lo sobrenatural, muy exagerados. Es sabido que los antiguos eran personas muy crédulas: los judíos de hace dos mil años no disponían aún de las maravillas del progreso tecnológico y científico, por eso eran propensos a dar las explicaciones más fáciles para todos aquellos hechos que no sabían explicar.
 
          Se habla de “cultos milenaristas” practicados por estos católicos por demás próximos de la Tradición, lo que ya los torna sospechosos: el milenarismo es, en nuestros días, asunto totalmente desacreditado y más propio de fanáticos, que de católicos adultos y modernos. Está claro que habrá fin del mundo, como conclusión (¿y esto quién lo podría negar? Ni los materialistas; ni un ateo lo podrían negar, aunque desde una perspectiva totalmente diferente a la del hombre de fe), pero no se debe hablar tanto de él; es algo inconveniente, impuro, capaz de arruinar la digestión de los bravos católicos de la neo-iglesia bergogliana, los cuales prefieren mucho más saborear en una santa paz las bellezas de este mundo, como si en él debiesen quedar para siempre, antes que meditar, por poco que sea, en el tiempo en que cada cosa llegará a su fin, la propia historia acabará, y todo y todos serán juzgados por el Juez supremo, una sola vez y para siempre, delante de la eternidad.
 
          El artículo, del cual copiamos apenas la parte final, puede ser considerado una especie de testamento espiritual de monseñor João Clá, hombre de gran cultura, autor de numerosos libros, e incansable promotor de iniciativas de estudio, oración, espiritualidad y apostolado, que tiene dos principales puntos de referencia intelectual: Santo Tomás de Aquino y el filósofo brasileño Plinio Corrêa de Oliveira –del cual ya hemos hablado.
 
          El estilo pastoral de monseñor João Clá es caracterizado por un extremo señorío y linealidad formal, y una nítida claridad de contenido, ajena a cualquier acrobacia conceptual o cualquier “casuística” jesuítica (ver nuestro artículo: Il cristiano non ripone la sua speranza mondo, publicado en Libera Opinione il 13/06/2017):
 
          Más importante que arrancar la cizaña, es saber en qué momento hacerlo. Delante de las propias miserias no hay que desesperar, pues hay ocasiones en que no podemos extirparlas de un solo golpe. Debemos tener paciencia del señor de la parábola y aceptar su consejo dado a los siervos: “Dejar crecer uno y otro hasta la cosecha”. En ese entretiempo, eso sí, pongamos atención para que la cizaña no perjudique nuestro trigo, y progresemos en la vida espiritual sabiendo circunscribir el mal, aunque en el momento de nuestra muerte exclamemos como San Luis María Grignon de Montfort: “Llegué al fin de mi vida. Está todo hecho. No pecaré más”.
 
          Es imposible que el justo no cometa esta o aquella imperfección, pero su conducta debe consistir en mantener el trigo y la cizaña suficientemente discriminados, de modo que, cuando se desarrollen, sepa distinguirlos con facilidad a fin de quemar uno y aprovechar el otro. Al grano bueno, le cabe apenas ser él mismo, o sea crecer en el interior de las espigas de la santidad y de la virtud. Tomada tal decisión, por más que la cizaña germine juntamente, no conseguirá asfixiar la planta sana.
 
          Todavía, en determinado momento es preciso actuar contra el mal. Y la circunstancia oportuna nos es indicada por la prudencia, virtud hecha toda de sabiduría, que no significa connivencia con el pecado, sino la elección del camino más corto entre dos puntos, o sea, el medio más adecuado para la obtención de la meta. Esta enseñanza se aplica a nuestra vida cotidiana, sea en la familia, en la sociedad o hasta en el ámbito de una congregación religiosa.
 
          En el relacionamiento familiar, por ejemplo, ¿cuál es el momento de corregir un hijo? A veces conviene no hacerlo, en seguida de la infracción, pues el temperamento nos puede traicionar, causando mayor perjuicio a su alma. Pasado algún tiempo será más fácil corregir su comportamiento con firmeza, sin carga temperamental, incentivándolo a la confianza.
 
          El autor se recuerda de un relato hecho, por una persona a quien el profesor Plinio Corrêa de Oliveira afablemente le indicara cierto defecto de alma. Después de agradecer, el interlocutor le preguntó cuándo había percibido esa falla. El profesor Plinio respondió: “Yo lo vi desde que lo conocí”, de esto hacía 15 años. Y no podía ser diferente, debido al agudo carisma de discernimiento de los espíritus que poseía este varón desde la más tierna infancia. Sorprendido, aquel seguidor le preguntó por qué demoró tanto en amonestarlo, a lo que Plinio respondió: “Porque yo estaba a la espera del momento en que usted estuviese fuerza para ‘meter la mano en el alma’ y arrancar eso”. ¡Fue necesario aguardar todo ese tiempo para evitar que la cizaña se llevase consiguo al trigo!
 
          Hechos como este nos auxilian a considerar nuestra vida espiritual con resignación, calma y, sobre todo, mucha confianza en la Providencia, pues Ella es dueña de la gran propiedad llamada mundo y de estas parcelas que son nuestras almas. ¡Y cuánto Ella sabe esperar por cada uno! Nos imaginamos que con un esfuerzo enorme nos santificaremos. ¡Ilusión! Todo depende de una gracia. Por lo tanto, sin desanimar jamás, debemos comprender que, mientras Dios no ponga su mano para arrancar la cizaña en el momento adecuado, no tendremos fuerzas suficientes ni pericia para hacerlo.
 
          En la parábola, el dueño del campo trató el asunto con toda la serenidad, siendo aparentemente hasta humillado por el enemigo... En realidad, aceptar la presencia de la cizaña era mucho más astuto que arrancarla. De la misma forma, tener paciencia y resignación con nuestros defectos, muchas veces acaba siendo más virtuoso que querer alcanzar una perfección repentina, que nos llevaría a una peligrosísima presunción.
 
          Sepamos pues, suportar nuestras miserias con paz de espíritu, sin permitir que ellas prevalezcan en nuestra alma, más esperando la ocasión en que el Divino Dueño las arranque con su gracia.
 
          Monseñor João es un católico de profunda espiritualidad y, como todos los santos, cuando se trata de separar la cizaña del trigo, inmediatamente piensa en sí mismo, y orienta el raciocinio sobre su propia alma, su propia conciencia, y sus propios pecados: se pregunta, por lo tanto, cómo y cuándo él debe intervenir sobre sí mismo, para extirpar las malas tendencias que apartan de Dios y nos tornan como un campo infestado de plantas parásitas.
 
          Sin embargo, el momento histórico en que nos encontramos nos pone de frente a otro género de decisión: cuando se llegue a la conclusión de que el campo infestado de cizaña, a decir la Iglesia, no podrá soportar más tal agresión por parte del enemigo –y sabemos bien quién es ese enemigo- y haya llegado, el momento de intervenir con energía para salvar la cosecha, sin con eso tener la pretensión de corregir los planes, los tiempos y los modos de la Divina Providencia.
 
          Es inútil quedar girando en falso: es todo el conjunto de la Iglesia católica que parece haber descarrilado y haber bajado por el camino de la herejía y de la apostasía. Y esto no es apenas una simple sensación, a pesar de algunos espíritus demasiado sensibles y un poco conservadores; es una consideración avalada en elementos de hechos, de situaciones precisas, de abusos cada vez más frecuentes, a todo nivel: doctrinario, pastoral, litúrgico, y con un autorevolissimo (si así se puede decir) inspirador y artífice, el papa en persona.
 
          Jamás, hasta el día de hoy, los católicos habían sido colocados delante de dique tan colosal; además de tener que combatir el mal en el interior de la propia alma; además de tener que enfrentar las tentaciones y las insidias exteriores –o se las que provienen del mundo-, ahora deben defenderse del único flanco que había quedado siempre protegido y fiable; y que había sido fuente de seguridad en los momentos difíciles: la jerarquía católica, del vértice a la base. No es que todos los sacerdotes, los obispos y los cardenales hayan sido conquistados por la herejía modernista: no obstante muchos otros callan, por diversos motivos, incluidos el menos noble: el de la carrera, del oportunismo y de la vida tranquila.
 
          Hoy, el cristiano fue apresado por una sensación de vértigo; es posible que él, él propio, pobre, pequeño hombre insignificante, deba tomar una decisión tan audaz, tan dolorosa: ¿denunciar la infidelidad de los propios pastores, convocar a todos para el verdadero Evangelio de Jesús, denunciando, al mismo tiempo, su actual parodia? Se duda, es obvio. ¿Quién se siente tan justo de tener tal derecho? No obstante, es preciso hacerlo, para no desagradar a Dios...

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