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Heraldos del Evangelio - República Dominicana
CENTENARIO DE LAS APARICIONES

DE FÁTIMA
por Mons. João Scognamiglio Clá Dias
 
El 13 de octubre de 1917 la Santísima Virgen destacó sus maternales advertencias con uno de los más estupendos milagros de la Historia. Leamos, de la pluma de Mons. João Scognamiglio Clá Dias, el relato de esta aparición.

          Llegó, por fin, el día tan esperado del milagro prometido: la sexta y última aparición de la Santísima Virgen a los tres pastorcitos. Ya había entrado el otoño.

          La mañana era fría. Una lluvia persistente y abundante había transformado Cova de Iria en un inmenso lodazal y calaba hasta los huesos a la apiñada multitud de cincuenta a setenta mil peregrinos que habían acudido de todos los rincones de Portugal.1
“Abriendo sus manos, las hizo reflejar en el sol”

          Cerca de las once y media de la mañana, aquel mar de gente abrió paso a los tres videntes que se acercaban, vestidos con sus trajes de domingo.

          Sor Lucía nos cuenta lo que pasó ese día:

          “Salimos de casa bastante temprano, contando con las demoras del camino. El pueblo estaba en masa. Caía una lluvia torrencial. Mi madre, temiendo que fuera el último día de mi vida, con el corazón partido por la incertidumbre de lo que podría ocurrir, quiso acompañarme. Durante el trayecto se sucedían las escenas del mes pasado, más numerosas y conmovedoras.
Ni el barro de los caminos impedía a esa gente arrodillarse en la actitud más humilde y suplicante. Llegados a Cova de Iria, junto a la carrasca, transportada por un movimiento interior, le pedí a la gente que cerraran sus paraguas para rezar el Rosario. Poco después, vimos el reflejo de la luz y, seguidamente, a la Virgen sobre la encina.

—¿Qué es lo que quiere usted de mí?

—Quiero decirte que hagan aquí una capilla en mi honor; que soy la Señora del Rosario; que continúen rezando el Rosario todos los días. La guerra va a acabar y los soldados volverán en breve a sus casas.

—Tenía muchas cosas que pedirle: si curaba a algunos enfermos y si convertía a algunos pecadores; etc...

—A unos, sí; a otros no. Es preciso que se enmienden; que pidan perdón por sus pecados.
Y tomando un aspecto más triste dijo:

—No ofendan más a Dios, nuestro Señor, que ya está muy ofendido.
Abrió sus manos y las hizo reflejar en el sol; mientras se elevaba, continuaba el reflejo de su propia luz proyectándose en el sol”
.2 
San José y el Niño parecían bendecir al mundo

          Cuando la Virgen desapareció en medio de esa luz que Ella misma irradiaba, hubo en el cielo tres nuevas visiones, “tres cuadros que simbolizaban, uno tras otro, los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos del Rosario”.3 

          Junto al sol apareció la Sagrada Familia: San José, con el Niño Jesús en brazos, y Nuestra Señora del Rosario. La Virgen vestía una túnica blanca y un manto azul; San José estaba también “de blanco y el Niño de rojo vivo”.4  Al trazar tres veces una cruz en el aire, “San José con el Niño parecían bendecir al mundo”.5

          Las dos escenas siguientes las vio solamente Lucía. Primero vio al Señor, transido de dolor, como en el camino del Calvario, y a la Virgen de los Dolores, “pero sin el puñal en su pecho”.6  El divino Redentor bendijo “al mundo de la misma forma que San José”.7
        Poco después, apareció Nuestra Señora del Carmen, gloriosa, coronada como Reina del universo, con el Niño Jesús en sus brazos.
 
Y el sol se puso a bailar...

          Mientras los tres pastorcitos contemplaban a los celestiales personajes, ante los ojos de la multitud ocurrió el anunciado milagro...

          Había llovido durante la aparición. Lucía, al terminar su coloquio con la Santísima Virgen, gritó al pueblo:

          —¡Miren el sol!

          Se entreabrieron las nubes y el sol apareció como un inmenso disco luminoso. A pesar de su intenso brillo, se le podía mirar directamente sin que dañara la vista. La multitud lo contemplaba absorta, cuando, súbitamente, el astro se puso “a danzar y bailar; y una y otra vez comienza a danzar y a bailar hasta que por fin pareció que se desprendía del cielo y venía encima de la gente”,8  según la descripción de uno de los presentes.
 
Relato de un testigo imparcial

          Consideremos el hecho contado por la pluma de otro testigo ocular —además científico, por tanto, nada sospechoso—, el Dr. José María Proença de Almeida Garret, catedrático de Coímbra. A petición del vizconde de Montelo9  hizo un relato sobre el espectacular milagro del sol, dos meses después de lo sucedido, y que el vizconde narra en su libro:

          En Fátima mismo oí compararle a un disco de plata mate; tal comparación no me pareció justa. Era de un color más claro, vivo y rico, con unos destellos semejantes al oriente de las perlas. No se parecía en nada a la luna en una noche transparente y clara, pues se le veía y se le sentía como a un astro vivo.

          No era esférico, como la luna; tampoco tenía su tonalidad ni sus claros-curos. Parecía un disco plano y pulimentado, tallado en el nácar de una concha. Esto no es una comparación trivial de poesía barata. Mis ojos así lo vieron. No se parecía tampoco a un sol visto a través de la niebla — que no la había en aquel momento—, pues no estaba apagado, ni difuso, ni velado. En Fátima daba luz y calor, y se dibujaba netamente con los bordes tallados en arista como una mesa de juego.

          La bóveda celeste estaba cubierta de tenues cirrus, con anchos espacios azules acá y acullá; pero el sol se destacó muchas veces en el cielo despejado. Las nubes, que se deslizaban tranquilas de este a oeste, no amortiguaban la luz del sol (la cual no dañaba la vista), de modo que se tenía la impresión, fácilmente comprensible y explicable, de que discurrían por detrás del sol y no por delante. Pero por unos momentos estos copos nubosos que aparecían blancos parecía tomasen, al deslizarse ante del sol, una tonalidad rosada o azul diáfana.

          Es maravilloso que durante un tan largo espacio de tiempo se haya podido contemplar aquel astro, foco de luz y centro de calor, sin que perjudicase la vista y sin un deslumbramiento que cegase la retina.

          Este fenómeno, con dos breves interrupciones durante las cuales el astro rey echó los rayos más brillantes y más cegadores, que obligaron a volver los ojos, duró aproximadamente unos diez minutos.

          Este disco nacarado tenía el vértigo del movimiento, el cual no consistía (solamente) en el centelleo de un astro en plena vida, sino que giraba (realmente) sobre sí mismo a una velocidad impetuosa.

          De nuevo se oyó un clamor, como un potente grito de angustia de todo este pueblo. Conservando la velocidad de su rotación, el sol se desprende del firmamento y, rojo como la sangre, avanza sobre la tierra, amenazando aplastarnos bajo el peso de su inmensa masa ígnea. Fueron unos segundos de terrorífica impresión”.10
Misterioso don del Cielo

          El ciclo de las visiones de Fátima había terminado. Después de tales prodigios, todos se miraban entre sí, turbados por lo ocurrido. A continuación hubo una explosión de alegría:
          —¡Milagro! ¡Los niños tenían razón!

          Los gritos de entusiasmo resonaban por las colinas circundantes y la gente notaba que su ropa, empapada unos minutos antes, se había secado completamente.

          El milagro del sol pudo observarse a una distancia de muchos kilómetros del lugar de las apariciones.11

          ¡Nuestra Señora de Fátima! “¡Ahí está Ella, toda Ella, en una esfera luminosa de brillante oro molido! Sus pies rosados se posan en una rústica encina, en los altos de una sierra árida, y sus labios divinos se mueven para hablar con una inocente pastora. Es hermosa y afable, dulce y triste. Sobre su figurita de adolescente cae tanta luz blanca, que su túnica queda como encalada; y, tanto brilla el sol sobre la cal, que los vestidos centellean. Radiante y del Cielo, viene a endulzar las amarguras de la tierra: la elocuencia tierna de los corazones humanos que sufrieron.
          Apareció en su propio mes — mayo florido—, el fecundo mayo de las sementeras en tierras labradas y cultivadas. Apareció en la hora fuerte del mediodía, hora objetiva que anima el suelo; hora subjetiva —¡hora de milagro!—, que transporta las almas. […]
        ¡Don misterioso del Cielo! En la hora de Portugal, —¡y del mundo!— de los hombres en guerra; en la hora del pensamiento y del sentimiento religioso en crisis, por el error, por el desvarío de la razón, por el descreimiento, por la liviandad; por el pensar libre de muchos y por la irreligiosidad de tantos; por la filosofía-incerteza y por el ensayo-tentativa; por las dudas, inquietudes, vacilaciones, perplejidades, indiferencias, apatías; en cualquier hora trágica, ante la perspectiva del naufragio en las tinieblas, en la anarquía o en la disolución, desciende del Cielo la boya salvadora: ¡la oración!”.12
 
Fragmento de: CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. “Por fim, o meu Imaculado Coração triunfará!”.  São Paulo: Lumen Sapientiæ,  2017, pp. 73-81
 

1 Cf. CASTRO DEL RÍO, OFM Cap, José de. Las Apariciones de la Santísima Virgen en Fátima. 2.ª ed. Madrid: Divina Pastora, 1952, p. 118.
2 SOR LUCÍA. Memórias I.Quarta Memória, c. II, n.º 8. 10.ª ed. Fátima: Secretariado dos Pastorinhos, 2008, p. 180.
3 WALSH, William Thomas. Nuestra Señora de Fátima.3.ª ed. Madrid: Espasa-Calpe, 1953, p. 186.
4 Ídem, ibídem.
5 SOR LUCÍA, op. cit., p. 181. 6 WALSH, op. cit., p. 186.
7 SOR LUCÍA, op. cit., p. 181.
8 DE MARCHI, João. Era uma Senhora mais brilhante que o sol. 13.ª ed. Fátima: Missões Consolata, 2006, p. 165.
9 Vizconde de Montelo era el seudónimo adoptado por el P. Manuel Nunes Formi-gão —para evitar las críticas de los escépticos de la época. Era uno de los principales investigadores sobre Fátima. Al haber interrogado a los pastorcitos varias veces, fue una pieza importantísima para determinar la veracidad de las apariciones.
10 VIZCONDE DE MONTELO, apud BARTHAS, Cha-noine. La Virgen de Fátima. Madrid: Rialp, 2004, p. 397.
11 Cf. WALSH, op. cit., p. 190; DE MARCHI, op. cit.,p. 172; CASTRO DEL RÍO, op. cit., p. 122.
12 FIGUEIREDO, Antero de.La Virgen de Fátima: gracias, secretos, misterios. 10.ª ed. Cádiz: Escelicer, 1937, pp. 40-41.
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