Detrás de la Estantería
En serio ¿Hay alguien que aún no conozca qué es Amazon Go? En realidad, no es más que un puñado de tecnologías conocidas desde hace años. Eso sí, integradas y aplicadas de tal manera que, una vez más, cambiará nuestro día a día para siempre. Una de tantas.
Si este se ha convertido en un auténtico fenómeno social ha sido gracias a su awesómico video de lanzamiento -una sacada de chorra de Amazon- que demuestra, de forma visual e incontestable, cómo las líneas de cajas en comercios y supermercados se han convertido en algo tan obsoleto como las máquinas de escribir. Y, también, pone fecha de caducidad a los millones de profesionales que trabajan en ellas.
El tremendo impacto económico y social que va a suponer ha sido minimizado por la mayoría de medios que, para desdramatizar la alarma social que causa la segura desaparición de cientos de miles de puestos de trabajo, suelen comparar cada avance tecnológico con el manido ejemplo de la llegada de la máquina de vapor.
Pero la máquina de vapor no era capaz de alimentarse ni manejarse a sí misma. Tampoco era capaz de aprender ni, menos aún, comunicarse con otras máquinas para compartir lo aprendido. El software que estamos construyendo sí.
Quizás no podamos evitar a los comentaristas y tertulianos de amplio espectro que se conformen con arañar la superficie, pero los que escribimos el código que modela el mundo en el que vivirán nuestros hijos tenemos la obligación moral y profesional de ir más allá, de mirar que hay detrás de esa estantería llena de productos y promesas.
Los informáticos estamos tan acostumbrados a estar encerrados en un sótano y en nosotros mismos que apenas nos planteamos cómo nuestro trabajo afecta al resto y, cuando lo hemos hecho, hemos demostrado tener tanta soberbia como para creer que podemos arreglar un mundo complejo y lleno de matices con una solución disparatadamente sencilla.
Como no tenemos ni idea del efecto a largo plazo -en la Sociedad en general y en el mercado laboral en particular- de lo que estamos haciendo, no se nos ha ocurrido nada mejor que proponer el pago de una renta básica universal. Cada hombre, mujer y niño recibirían una cantidad de dinero –la misma para todos- con la que asegurar su manutención. Una propuesta radical que no proviene de la Venezuela bolivariana ni de algún partido populista financiado por la maquinaría de propaganda iraní sino de la élite de Silicon Valley. La meca del capitalismo. El Dorado liberal.
Algunos autores como Enrique Dans ven esta solución como una especie de Arcadia tecnológica donde pensadores y artistas estarían, por fin, liberados de la maldición bíblica que nos obliga a ganar el pan con el sudor de nuestra frente, para dedicarse a investigar y crear. Yo no soy tan optimista.
Como el propio Dans reconoce, lo que proponen los tecnólogos no es redistribuir la riqueza que el software genere, sino simplificar el actual sistema de ayudas públicas para garantizar que todo el mundo reciba algo... gastando lo mismo.
Pero ¿No generaría eso una inmensa masa de población que a duras penas subsistiría mientras los dueños de la tecnología acumulan la mayor parte de la riqueza? El economista francés Thomas Piketty ha analizado la desigualdad económica utilizando datos estadísticos de los últimos 250 años para demostrar que, en un mundo más tecnificado que nunca, los ricos son cada vez más ricos y los pobres siguen siendo pobres.
¿Cómo se llegaría a ser parte de esa élite? ¿Cómo funcionaría el ascensor social? Los defensores de la renta básica universal plantean un futuro donde todo el mundo tendría acceso a educación gratuita online, pero la tozuda realidad demuestra que el coste de las universidades que proporcionan un billete directo al paraíso tecnológico (Stanford, Berkeley, Harvard, MIT…) es cada vez más alto.
¿Qué ocurrirá con los que no puedan acceder a las mismas? ¿Qué pasará con aquellos a los que, sencillamente, no se les de bien estudiar? ¿Estarán condenados a una vida de trabajos precarios y mal pagados?
¿Y si en vez de proporcionar una renta básica universal redujéramos la jornada laboral? ¿Y si gracias a la tecnología pudiéramos plantearnos trabajar 20 horas a la semana en vez de 40? En un mundo donde queremos que la mujer esté plenamente incorporada al mercado laboral, quizás no deberíamos plantearnos un máximo de horas de trabajo por persona, sino por unidad familiar. Quizás eso nos ayudaría a mejorar la conciliación del trabajo con nuestra vida privada.
Sin duda, son preguntas demasiado complejas como para que un grupo de jóvenes genios millonarios puedan resolverlas en un café de Palo Alto, pero al igual que ellos, yo tampoco tengo las respuestas.
Nadie las tiene. Porque mientras otras disciplinas -como la medicina o la arquitectura- reflexionan permanentemente sobre su conexión ética y moral con la Sociedad, en informática, ese debate aún está pendiente.
No importa que no tengamos todas las respuestas, pero deberíamos pensar dos veces si debemos seguir construyendo estanterías sin ni siquiera hacernos preguntas.
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(Ilustración original cortesía del dibujolari Hugo Tobio)
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