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CAPÍTULO OCHENTA Y SIETE
#Dónde está el límite


 

Agujas por todo el cuerpo. Soy como un muñeco vudú de mí misma. Esta es la sensación que tengo los días como el de hoy, cuando el brote de fibromialgia me impide permanecer delante de la pantalla más de unos minutos seguidos. Cuando me sucede, tengo la tentación —cada vez más leve, eso sí— de no contarlo, de obviarlo, de no hablar demasiado del tema. ¿A quién le gusta leer las quejas de los demás?
 

Y sin embargo lo menciono, pero esta vez con un motivo, aunque sé que no necesito ninguno para hablar de ello cuando quiera (algo que por fin aprendí, algo que algún día todos los enfermos crónicos acaban aprendiendo). Y es que estas agujas invisibles, esa sensación de que algo no no está funcionando, estos días en los que sabes que algo pasa, pero que los que te reciben en sus consultas te dicen que todo va bien, que quizá es tu cabeza, que aparentemente todo funciona sin problemas… estas son las mismas agujas y sensaciones, seguidas de dudas, como cuando hay un gesto demasiado íntimo, cuando hay una mirada lasciva, unas palabras fuera de lugar que sabes que no están bien, pero acabas cuestionándote a ti misma.
 

Hoy, mientras repasaba las agujas invisibles que me impiden mover el cuerpo con ligereza todavía propia de mi edad, me acordé de todas aquellas veces en las que un jefe directo, un hombre con cierta autoridad sobre mí o un ser querido me han hecho sentir de la misma manera: incapaz de moverme, a pesar de no tener aparentemente nada que me lo impidiese. 
 

Me acordé de aquel señor que me triplicaba la edad y que me regalaba colonias que yo no quería aceptar, pero acabé aceptando, porque confié en él cuando me confesó, con una cara rota de tristeza, que yo era una especie de hija que su esposa y él nunca pudieron tener. Aquel señor que, meses después, intentó subirme la falda en su despacho susurrado: «¿Acaso piensas que todo esto es gratis, zorra?». Aquel señor, por llamarlo de alguna manera, al que jamás volví a ver, pero del que no pude olvidarme en años.
 

Me acordé de aquel jefe que me decía cosas que no tenía que decirme, pero que, tras decirlas, se reía. «Te estoy tomando el pelo», soltaba entre las carcajadas, y yo acababa riéndome tambien, porque qué tonta. Me decía que yo le caía mejor que todo el equipo entero y que en realidad más que una mujer, yo era un tío con tetas, y que no le mirara mal, que era un cumplido, porque las tías no valían para ese puesto, pero «tú no eres una tía cualquiera, no eres una tía del todo, eres una todoterreno, un caso excepcional». Una todoterreno que acabó pesando veinte kilos menos por trabajar demasiadas horas al día intentando mostrar que él estaba en lo cierto.
 

Me acordé de aquel director de un programa de radio que me invitó a tomar una copa porque le fascinaba mi forma de plasmar las relaciones de pareja en unos escritos "tan breves y tan audaces”. Quería darme un programa de radio para mí sola, porque yo lo valía. Tras un par de copas me habló de las condiciones: el programa lo tendría a cambio de un trío con su pareja. Nunca tuve un programa de radio, pero no me arrepiento.


Me acordé de todas aquellas veces en las que sonreí y decliné —amablemente, porque así declinan las cosas las chicas educadas— todas aquellas propuestas que no eran más que sugerencias. De las veces en las que supe que algo pasaba pero que me salía más a cuenta “hacerme la tonta” para no tener problemas: poner esa cara de “no me entero a lo que te refieres” mientras sí me entero, porque es difícil no enterarte cuando te miran de ese modo que, según dirán, son unas imaginaciones tuyas. De las veces en las que tuve que aprender, a mis veinte y pocos, que se trata de un juego entre los hombres con poder y las mujeres sin, que no hay que ponerse tensa con el asunto, que la única forma de seguir con tu carrera, con tu vida o con tus aspiraciones es saber decir “no" sin ofender demasiado, porque si ofendes, mañana ya no estarás en la lista de las que tienen un futuro.
 

Y también me acordé de aquellas primeras señales de una relación tóxica que acabas pasando por alto porque “me quiere y todos tenemos defectos”, hasta que ya no puedes pasarla por alto, porque estas tan abajo que no puedes estar por encima de nada salvo de tu propia dignidad pisoteada con los pies, los de él y, luego, los tuyos. Porque todo lo hacéis juntos. 
 

Hace unos días una chica jovencita me dijo que le cuesta saber cuándo algo es correcto y cuándo no. Me dijo que no quería parecer soberbia, que a veces piensa que alguien quiere algo de ella, pero luego le surgen las dudas, porque hay hombres cariñosos sin más, hay chicos cuya forma de ser es así, pero que en realidad no quieren nada y que las suposiciones de ella podrían dejarla en ridículo. «¿Dónde están los límites?», me preguntaba. «¿Cómo lo sé yo cuando no es algo tangible? ¿Cómo sé yo si lo que siento no es una cosa mía, que es real, que es normal que me incomode?».

La chica tiene unos veinticinco años, la edad en la que yo era un tío con tetas. La miro, y pienso que todo ese asunto “tan delicado”, como suelen llamarlo los que no quieren problemas porque están hartos de tanto #MeToo y hostias, se asemeja demasiado con los síntomas de mi enfermedad, y es por eso que empecé esta carta hablándote de las agujas. Porque todas esas “cosas”, todos esos "supuestos límites” son como los síntomas de mi fibromialgia, una enfermedad imposible de demostrar a través de una prueba médica. Esas situaciones, en la que nos encontramos las mujeres a diario, son una especie de enfermedad invisible y crónica, como la mía.
 

¿Dónde están los límites? me pregunta y me doy cuenta de que yo también tenía esa pregunta a su edad, y diez años más tarde la seguía teniendo. Pero hoy, sentada en esta silla que hace eco de mi dolorido cuerpo, le contesto a través de esta carta que sé que va a leer. Y que, con suerte, también la leerá alguien que lo necesita.
 

El límite eres tú. Son tus tripas.
 

Porque a las mujeres nos enseñan cómo maquillarse, pero lo que jamás nos enseñan es algo fundamental: si te sientes molesta por algo, es que te han molestado. Si te sientes incómoda, es que te han incomodado. Si la mirada, el gesto o la indirecta te suenan raros, es que son raros.


Porque el límite entre lo que está mal y lo que no lo está es esa sensación en la barriga, son esas agujas que pinchan pero que no las ves. Y si sientes dolor, es que te duele.
 

El límite tiene que ver con lo que tú consideres correcto y lo que no. Si algo no te lo parece, es que para ti no lo es, y estás en pleno derecho de manifestarlo, pero es cierto que no siempre conseguirás hacerlo. Te harán caso o no, pero a partir de ahí, ya sabes lo que tienes que hacer. Y si no lo sabes, busca ayuda. 

 

Me retiro por hoy. Ha sido un día duro en la azotea. 
 

Un abrazo, <<Nombre>>.

 

En la foto: Gugu Mbatha-Raw en la serie «The Morning Show».
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Me harías muy feliz, de verdad.

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