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La autopista petrolera en California. Daniel Raimi

15 de julio de 2022

La ambivalencia de Estados Unidos

La lluviosa noche del 10 de diciembre de 1997, Bill Clinton, por entonces presidente de Estados Unidos, hizo un breve pronunciamiento en la pista del aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York para anunciar la firma de lo que llamó “un acuerdo realmente histórico”.

“Estoy muy satisfecho de que Estados Unidos haya llegado a un acuerdo con otros países para adoptar medidas sin precedentes para ocuparnos del problema global del cambio climático”, dijo, en referencia al Protocolo de Kioto, el primer pacto global para frenar el aumento de las emisiones. Había sido aprobado horas antes por representantes de 192 países congregados en esa ciudad japonesa.

Contrariamente al aparente optimismo de Clinton, el Protocolo de Kioto fue un fracaso para su gobierno.

El Senado nunca lo ratificó. Clinton, de hecho, ni siquiera lo envió para que fuera votado, pues sabía que carecía de los apoyos en la Cámara Alta.

Su sucesor, George W. Bush, le dio carpetazo aduciendo que el Protocolo de Kioto era malo para los intereses económicos de Estados Unidos, pues eximía a países en desarrollo —rivales como India y China— de una reducción vinculante de sus emisiones.

De esta forma, Estados Unidos pasó a la historia como la única nación que aprobó el protocolo y luego no lo ratificó. [Naciones Unidas]

En realidad, Kioto fue el primer gran fiasco internacional de Estados Unidos en materia climática. Pero no sería el último. Más adelante hablaremos de Barack Obama, Copenhague y el Acuerdo de París, así como del momento crucial al que se enfrenta actualmente el presidente Joe Biden en este frente.

Pero, resumiendo mucho, el principal culpable de que Estados Unidos tenga aversión a acuerdos vinculantes de reducción de emisiones es siempre el mismo: el Congreso.

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Estados Unidos es un país ineludible para que el mundo limite el calentamiento global a 1.5 grados centígrados respecto a niveles preindustriales. ¿Por qué?

Siguen algunos datos:

· Estados Unidos ha generado a lo largo de la Historia más emisiones de efecto invernadero que cualquier otra nación, con cerca del 25 por ciento del total mundial hasta la fecha, a pesar de que su población (335 millones) representa menos del 5 por ciento global.

· Estados Unidos sigue siendo, a pesar del auge económico y demográfico de Asia, el segundo mayor emisor en términos absolutos, por detrás de China. [Instituto de Recursos Mundiales]

· La sociedad estadounidense tiene una de las mayores tasas de emisiones per cápita. Las emisiones de un americano son, por ejemplo, 2.8 veces las de un español, cuatro veces las de un argentino y siete veces las de un brasileño. [Banco Mundial]

· Estados Unidos va muy rezagado en materia climática. El país ocupa el puesto 55 de un total de 64 países analizados en el Índice Global de Desempeño Climático. Le superan, entre otros, Colombia, Tailandia, Bielorrusia o Vietnam. [Climate Change Performance Index]

· A pesar de esto, Washington tiene un objetivo ambicioso de reducción de emisiones. Prometió reducirlas un 50 por ciento en 2030 respecto a 2005 y alcanzar la neutralidad de carbono en 2050. Sin embargo, el país carece de leyes federales que obliguen a gobiernos estatales, empresas y familias a acometer esa drástica reducción. Un informe publicado esta semana estima que, con el marco legal actual, el país apenas logrará reducir entre 24 y 35 por ciento sus emisiones. [Rhodium Group]

· Algunos estados, como California, están aprobando leyes medioambientales propias, pero ello no será suficiente para alcanzar el objetivo de reducción de emisiones como país. [The New York Times]

· Los efectos del cambio climático ya cuestan a los contribuyentes estadounidenses casi 100.000 millones de dólares por los impactos de los eventos climáticos extremos. En un contexto de inundaciones, sequías y megaincendios, esa cifra no deja de crecer. [Center for American Progress]

· Un 14 por ciento de los estadounidenses aún cree que el cambio climático no existe. Como muestra este gráfico del Yale Program on Climate Change Communication, el negacionismo climático aún domina varios condados.

El momento en la historia en que más cerca estuvo Estados Unidos de convertirse en un líder medioambiental fue durante la presidencia de Barack Obama (2009-2017).

En 2009, durante la cumbre climática de Copenhague, Estados Unidos y los mayores países en desarrollo lograron un acuerdo in extremis, pero no vinculante, de reducción de emisiones. Esas fueron las mismas (frágiles) bases del Acuerdo de París de 2015: una reducción voluntaria y revisable que cada país se marca a sí mismo.

La estrategia de Obama para conseguir que su país redujera las emisiones fue aprobar regulaciones, en vez de leyes, ya que las primeras no necesitan el apoyo del Congreso para ser implementadas. Obama quería evitar así caer en el error de Clinton.

Sin embargo, días después de que abandonara la Casa Blanca quedó patente que sus “éxitos” climáticos habían sido, si no fiascos como los de Kioto, sí efímeras victorias. Su sucesor, Donald Trump, derogó las regulaciones en cuanto llegó al poder y también retiró a Estados Unidos del Acuerdo de París.

“Bajo Obama, el Congreso no hizo nada y no se aprobaron leyes climáticas. Es extremadamente fácil romper en pedazos las regulaciones, pero no las leyes”, me dijo Christina DeConcini, directora del departamento de asuntos gubernamentales del Instituto de Recursos Mundiales (WRI, por sus siglas en inglés), una influyente ONG que promueve políticas económicas sostenibles en el mundo.

La victoria de Joe Biden permitió que Estados Unidos volviera al Acuerdo de París. Pero hay poco margen para el optimismo. De nuevo, Estados Unidos se debate entre otro fiasco mayúsculo o lograr un acuerdo histórico.

La guerra en Ucrania y la inflación han generado un nuevo contexto geopolítico en el que la política climática ha perdido fuelle incluso en el seno de la Casa Blanca.

Con su popularidad en caída libre, Biden no ha logrado que el Congreso apruebe ninguna ley relevante al respecto, y el Tribunal Supremo, dominado por los conservadores, ha reducido los poderes del organismo regulador federal —que tanto usó Obama— para fijar límites en las emisiones. [El País]

Así que Biden sólo tiene una opción: convencer al Congreso.

La batalla crucial se librará en el Senado, probablemente en septiembre, cuando se votará el paquete de reformas sociales y medioambientales propuesto por el presidente.

Republicanos y demócratas tienen 50 senadores cada uno, lo que teóricamente supone una ventaja para el presidente, pues su vicepresidenta, Kamala Harris, podría ser el voto de minerva.

Pero las cosas son más complicadas, porque en el Senado está Joe Manchin. Un político demócrata que parece haber salido de la serie House of Cards.

El senador Joe Manchin en junio. Página oficial de Manchin.

Yolanda Monge ha escrito en El País que el senador Manchin es hoy quien “decide todo” en Washington.

Manchin es demócrata, pero su pelaje político es marcadamente conservador, así que vota como un electrón libre y no sigue lo que le dice su partido, sino lo que beneficia a los votantes en su estado, Virginia Occidental. A veces, esas decisiones también le benefician a él como individuo y millonario empresario.

Virginia Occidental es un estado de producción de carbón que se empobreció por las políticas medioambientales de Obama y luego votó en masa a Trump. Manchin se opone a cualquier ley federal de reducción de emisiones, como la imposición de impuestos al carbono que dañarían todavía más al carbón.

La revista Rolling Stone le dedicó un extenso perfil hace unos meses. Así le definió:

“Es un hombre con la contaminación del carbón en las venas que ha usado su habilidad política para enriquecerse él mismo, no a la gente de su estado. Conduce un Maserati, vive en un barco en el río Potomac cuando está en Washington D.C., es amigo de CEOs, y tiene una fortuna de 12 millones de dólares”, escribió el periodista climático Jeff Goodell.

“Su fortuna ha sido amasada por medio de controvertidos negocios relacionados con el carbón en su estado, incluido el uso de su músculo político para mantener abierta la planta de carbón más sucia de Virginia Occidental, quien le pagó cerca de cinco millones de dólares en la última década”.

Horas antes de enviar esta newsletter, Manchin dijo que no votará a favor del paquete de Biden. [Washington Post]

De nuevo, Estados Unidos se asoma a otro fracaso histórico en materia medioambiental y a la pérdida de su credibilidad internacional en el asunto que marcará la geopolítica de las próximas décadas.

Un pozo petrolero junto a molinos aerogeneradores en Texas.Daniel Raimi.

Es fácil simplificar y categorizar a Manchin y a otros políticos americanos como meros miembros de una élite avariciosa y ultraconservadora que, por medio del dinero y los lobbies, vive ajena a las cuestiones urgente de nuestro tiempo.

Pero lo cierto es que esos políticos tienen un robusto apoyo social que, independientemente de si pertenecen al partido demócrata o al republicano, se expande por todo el espectro ideológico.

El académico Matto Mildenberger lo ha analizado en el libro Carbon Captured: How Business and Labor Control Climate Politics. Su conclusión es que el poder de los políticos que se oponen a avances en materia climática reside en la “doble representación de los emisores de carbono”, es decir, en el apoyo que reciben de la izquierda (sindicatos y empleados vinculados al sector de los combustibles fósiles) y de la derecha (empresas y lobbies).

“En 1950 había en Virginia Occidental 120.000 trabajadores del sector del carbón; hoy son cerca de 13.000, menos del 2 por ciento de la fuerza laboral de ese estado,” escribe Mildenberger, que explica que una de las consecuencias indeseadas de esa transición fue el aumento de la pobreza, la obesidad, el consumo de drogas y la delincuencia en regiones carboneras.

En Europa, donde el Estado del bienestar cubre buena parte de las necesidades fundamentales de un ciudadano, es difícil entender que, para muchos condados y regiones petroleras o carboneras, la transición energética supone asomarse a un abismo: sin empleos no hay sanidad, educación superior para los hijos o plan de pensiones.

Por eso, a pesar de la evidencia de la ciencia y de la catástrofe en forma de eventos climáticos extremos, esas poblaciones se organizan y se echan en brazos de quienes les prometen que defenderán sus intereses. Manchin es uno de ellos; Trump, otro.

El diagnóstico de Mildenberger es similar al de otros observadores que han desmenuzado, por medio de análisis de datos y viajes sobre el terreno, la profunda endencia económica del gas y del petróleo para muchas poblaciones.

Esta semana hablé con Daniel Raimi, investigador de la organización Recursos para el Futuro. Raimi ha cuantificado la importancia del sector del petróleo, el gas y el carbón en otro aspecto crucial de la economía estadounidense: su presupuesto.

Esos tres sectores aportan conjuntamente unos 138.000 millones de dólares anuales a las arcas públicas en forma de impuestos, royalties y otras contribuciones. Es un dinero fundamental para sostener servicios sociales.

Pero lo que más me interesó del trabajo de Raimi fue su libro The Fracking Debate, sobre el auge y los riesgos de la revolución del fracking, una técnica altamente contaminante que, sin embargo, hizo que Estados Unidos pasara de importar a exportar hidrocarburos en apenas una década, transformando muchas áreas deprimidas del país.

Para escribirlo, Raimi viajó a 163 comunidades de 16 estados y entrevistó a cientos de personas, desde empleados a ejecutivos o ciudadanos comunes de la América petrolera.

“Mi visión en blanco y negro del sector cambió”, admitió durante una entrevista por teléfono.

“Incluso cuando la gente es consciente del daño que los combustibles fósiles hacen a sus comunidades, los beneficios económicos de esas industrias son a veces tan fuertes que la gente quiere seguir usándolos. No digo que sea la elección adecuada para la sociedad, pero es lo que vi,” me explicó. Uno de los ejemplos que citó fue el de Alaska, que traté en la newsletter de hace unas semanas.

“Hay algunos estados y comunidades que se están preparando para un futuro con menos demanda de gas y petróleo en el mundo. Pero no creo que sea la mayoría. Una de las razones es que estas comunidades han vivido muchas burbujas económicas que han estallado y, de alguna forma, aceptan esta volatilidad”, me dijo.

Pero sí percibió un cambio de mentalidad en las nuevas generaciones.

“Estudiantes que diez años atrás habrían cursado estudios de geología del petróleo hoy tienen menos interés y prefieren la ingeniería eléctrica, por ejemplo, y otras carreras que les permitirán participar en una economía más limpia”.

Gracias por leer o escuchar esta newsletter. Gracias a las fuentes por las entrevistas.

El próximo viernes 22 de julio publicaré una nueva edición. En ella recorreré, con la ayuda de investigadores y científicos, la extraordinaria vida de Quimera, una pardela balear que al menos desde 1986 anida en las Islas Baleares y viaja por media Europa en busca de alimento. La vida de Quimera es una historia inspiradora pero llena de amenazas y desafíos para una especie en peligro de extinción.

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