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HISTORIA NATURAL DEL AMOR

1. No sé qué año. A mediados de los 70, mi madre fue con sus amigas a un concierto de Julio Iglesias en Juárez. Tenía treinta y pico, treinta y medios—nació la primera semana de julio de 1941.

Nunca conocí a esa mujer. Quiero decir, a la mujer de treinta y algo que va a ese concierto con sus amigas. Conocí a otra, a una mujer cariñosa, estricta, fuerte, muy guapa, elegante, gran comerciante y creo que un poco perdida en su exilio mexicano.

2. Siempre me ha extrañado este desconocimiento: mi desconocimiento de mi madre, pero también la imposibilidad de conocer por entero a otra persona. Conocemos facetas, momentos, superficies, palabras, colores, el brillo de una mirada o de una cadena de oro, el sonido de una voz. Pero más que conocer, siempre estamos en proceso de desconocer. Es como si la otra persona estuviera detrás de un muro, viviendo, creciendo, cambiando a su propio ritmo. Existe esa idea de un planeta que recorre la misma órbita que la Tierra, pero que está diametralmente opuesto a ella, del otro lado del sol, por lo cual nunca lo podremos ver. (Quizá esta metáfora sea excesiva.)

3. En los setenta aparecieron los cassettes de cinta de 8 pistas. No sé cómo se llaman en español. Para nosotros, en la Frontera, esa tecnología solamente existía en inglés: eight-track tapes (que aquí, por pereza tipográfica llamaré ETTs.) Yo tenía 6, 7, 8 años. Me gustaba que fueran esas cajitas compactas que uno podía escuchar en el auto, no como los discos, que sólo eran, y son, para escuchar en casa. (Ya entonces tenía esta inclinación nómada por lo portátil.) Le insistía a mi padre para que pusiera un aparato reproductor de ETTs en su auto, un Chevrolet Impala verde de 1969. Siempre se negó, decía que eran caros y no valían para nada. Es posible que mucha gente pensara lo mismo porque esa tecnología fracasó. Fue superada por el cassette común, que era grabable y regrabable. Grabábamos los discos en cassettes, y los podíamos escuchar en el auto, podíamos intercambiarlos, regalarlos.

4. Uno conoce y no conoce y está en proceso de conocer y desconocer a sus amigos. Por ejemplo, hay una canción que te afecta particularmente, que te hace algo, te mueve—como esa picazón abstracta que parece que ocurre por debajo de la piel, no en su superficie—o te lleva a un lugar de ti que no conocías, o en al que de alguna manera, algún día, te gustaría llegar. Vas en el auto con un amigo y le dices: “Escucha esto, tienes que escuchar esto.” Y él lo escucha y no le hace nada. La canción está bien, pero no lo transporta a ningún lado, o a ninguno remotamente parecido al que crees que puedes llegar. No conoces a tu amigo. Pensabas que se podrían encontrar en ese sitio, además de éste, pero no. Lo conoces y no lo conoces, igual que él a ti.

Esa canción es, así, un puente a la perplejidad, a darse cuenta de que la otra persona es, en efecto, otra. O sucede lo contrario. Tu amigo es también llevado a un lugar mítico, místico quizá, a uno distinto pero parecido, y luego, en el auto, hay que poner la canción una vez y otra. Y es que a través de ella se ha establecido un lugar, una comunión, un puente, dos orillas que se acercan. Tú conduces y tu amigo es el encargado de rebobinar la cinta al lugar exacto en el que la canción empieza de nuevo. Y la escuchan juntos decenas de veces.

5. Hace un par de años encontré, tirado en la calle frente al IF, un ETT de Julio Iglesias titulado “El amor”. No sé si funciona, no tengo el aparato para hacerlo sonar. El hallazgo de este objeto me remitió al pasado con una violencia, en su momento, sorpresiva. Me llevó a aquel Impala verde, a mi madre saliendo para aquel concierto, y más extrañamente, me parece, a una tarde de 1971 cuando fui con mi padre al cine Plaza, en El Paso, a ver El faro del fin del mundo, con Kirk Douglas y Yul Brynner (información que tuve que buscar en IMDb.)

Cuando salimos del cine, llovía. Era a esa hora que llamamos crepúsculo, pero que en Galicia, de manera más poética, llaman a xunta do día. Es esa la hora del atardecer, ni de día ni de noche, en la que si uno anda por el centro de una ciudad, y las luces de los escaparates están encendidas, el mundo es momentáneamente otro, y mágico.

Conducíamos por las calles del centro de El Paso, y por la radio sonaba “Downtown”, de Petula Clark, una canción triste y alegre a la vez, crepuscular. Tengo grabado ese momento, la luz roja del semáforo, la vidriera iluminada de la farmacia Walgreens, difuminadas, refractadas por el agua en las ventanas del auto. (Walgreens es una de esas cadenas de farmacias, como Farmacity en Buenos Aires, que venden de todo. Sé que entramos a buscar algo ahí, pero lo único que recuerdo es que mi padre me compró un Lotus Formula 1 verde.) (En Juárez había una tienda de pinturas cuyo edificio era verde, y en un lado, tenían un gran cartel que ponía: “Tenemos pinturas de todos los colores. Y también verde.) (Extrañamente, el verde es el color de la esperanza, y también de la envidia.)

6. No sé por qué me duele tanto este recuerdo. Ahora, mientras escribo esto, me emociono, y casi que me vienen las lágrimas a los ojos. Pero no me duele en un sentido jodido. Me duele como a veces puede doler el placer, o en realidad, como a veces duele la felicidad cuando uno recuerda un momento en el que fue feliz.

7. El ETT de Julio Iglesias, el objeto mudo que no tengo capacidad de hacer sonar, me llevó a esos lugares. Y prácticamente sin transición, al enojo. ¿Qué es esta mamada de Julio Iglesias, cantante romántico insoportable, titulada “El amor”? ¡Mírenlo, mírenlo ahí sentado, tan satisfecho de sí mismo, en esa silla setentera súper grasa! Tecnología caduca para un concepto caduco. Un concepto que no hubiera existido sin la represión sexual y el idealismo cristiano, al menos no en serio, o sólo superficialmente, como una moda, y que ahora, por suerte, está en vías de extinción.

Mis amigos del IF se ríen mucho con estos enojos míos. Y sigo enojado: ¿qué es este horror, este objeto monstruoso que aparece ante mí décadas después de que se le adjudicara y luego se le retirara alguna validez, tanto conceptual como técnica, y que se me aparece, desechado por alguien más, tantos años después, en una calle industrial, desierta en el crepúsculo y cuando ya cerraron todas las fábricas, en un país al que huí hace 14 años casi por descuido, y al que no he logrado nunca acostumbrarme del todo, igual que mi madre a México? ¿Por qué aparece ahora? ¿Por qué no me deja en paz en mi presente extranjero y me lleva de nuevo a un pasado tan íntimo, tan cercano y que tenía tan guardado, o mejor dicho, resguardado, en esa junta del día que existe entre el recuerdo y la consciencia? ¿Y por qué me habla de un concepto que considero tramposo y mentiroso, causante de más desdicha que felicidad (al menos a medio y largo plazo)?

Hay que hacer algo con esto. Con este… este… objeto. Hay que neutralizarlo. Exorcizarlo. Hay que extraerle la vida, la potencia evocadora que aún le quede. Los objetos viven de su potencia evocadora: si la pierden son descartados. Hay que romperlo, destruirlo, eliminarlo. Hay que clavarlo como una mariposa muerta en una colección científica. Hay que depositarlo en el museo, mausoleo, de la historia natural de las ideas acabadas.

¡Gracias Biblioteca Popular Ambulante!

8. ¿No resulta raro este salto que acabo de hacer de la ternura a la violencia, del amor al odio, de la suavidad a la aspereza? ¿Es que me he amargado con los años? Creo que siempre fui así. Pero pensándolo un poco más, ¿no vive la BiPA en ese espacio, en la línea tan frágil y delgada entre amor y odio, entre ternura y sarcasmo, entre el indicativo y el subjuntivo, entre el día y la noche? Yo creo que el trabajo de la BiPA es moverse por esos tiempos y espacios crepusculares, donde nuestras aspiraciones y nuestros sueños se topan con la realidad, donde el poema se da de bruces con la rutina de la vida cotidiana, aburrida, difícil, y por momentos, todo lo contrario, con ese momento especial que queda grabado en uno y que, de cierta manera, lo guía durante el resto de sus días.

9. Sospecho que eso que llamamos arte vive en ese lugar intermedio, en una suerte de crepúsculo, como en ese conocer y no conocer, donde las distintas facetas de nuestros seres más cercanos, se unen para formar a esas personas, hacer de ellas lo que son. (Y lo mismo con cada uno de nosotros, claro.) Diría que el arte ocupa un espacio y un tiempo que es a la vez de sueño y de vigilia, una especie de duermevela individual y también colectiva.

10. ¿Y no es ese el espacio que el consumo intenta ocupar a toda costa? El consumo, así, se convierte en una suerte de parásito que busca instalarse en el lugar donde surge lo que somos, cada uno y como grupo y como sociedad. Pero el parásito no puede matar al huésped. Sin la ensoñación, sin ese crepúsculo, esa duermevela, sin aquello que llamamos “creatividad”, o peor, “artisticidad” o “talento”, el consumo no iría a ningún lado, se moriría de inanición.

11. A lo mejor por eso la BiPA es un arte pobre, un proyecto poético construido desde la pobreza, un límite a la capacidad de consumo. A la vez, sin embargo, está enteramente construida sobre el consumo, sobre sus excesos y remanentes. Como un parásito crepuscular que habita al parásito que habita esa duermevela en la que soñamos despiertos y no nos queda otra que ser humanos, terriblemente humanos.

12. El espacio intermedio del que el arte surge es lo que hace que el arte sea, en realidad, incomprensible. Está parado entre lo posible y lo real, entre la luz y la oscuridad, entre lo que sabemos y lo que no. Una obra, cuando nos afecta realmente, como aquella canción reproducida mil veces en el auto, es imposible de entender en el sentido en que uno no entiende, intelectualmente, ese lugar al que lo lleva: lo siente. Conoce algo de él, pero no todo. Con el entendimiento, la obra se muere, pierde su misterio y su fuerza de llegada, su capacidad de evocación. La obra, el poema, dependen de un equilibrio crepuscular. En otras palabras, existen en la junta de lo comprensible y lo inalcanzable.

NOTICIAS

1. Ifi, la gata del IF había ocupado una parte de mi escritorio para sus siestas, obligándome a poner otro escritorio para poder trabajar sin molestar a Doña Iphigenia. Ahora decidió que le gusta más el nuevo, con lo cual he vuelto al antiguo. Nomadismo entre escritorios.

2. El zoom del horror será el viernes que viene a las 19, hora de Buenos Aires. Dudo que dure más de una hora, si no hacen preguntas y comentarios. Hablaremos de comercio y tecnología en el Renacimiento, de espejos y figuras deformadas. La idea es establecer un montón de vínculos y conexiones entre cosas disímiles para cambiar un poco el punto de vista.

3. A las personas que se anoten al zoom (y todavía están a tiempo de anotarse) (es gratis, por cierto), les enviaré un mail con el enlace, la hora, toda la información necesaria, el jueves, o sea con 24 horas de antelación. (Bueno, digo zoom, pero a lo mejor utilizo otro medio similar.)

4. La semana pasada hablamos del clima. Bueno, por si a alguien le interesa, hoy amaneció nublado en Buenos Aires.


 
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