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Me encantaría decir algo bello sobre el día del padre pero no se me ocurren más que lugares comunes. Disculpen.
 

Contra la maledicencia no hay escudo.
—Molière

 

 

Entre los temas a encarar que tenía anotados en mi libreta estaba la maledicencia. Siempre me llamó la atención, por no decir que un poco me escandalizaba, la ligereza con que personas de ingenio en conversaciones mundanas definían a los demás a través de sus debilidades con la intención de divertir, o al menos mostrarse informados. Era una época de reuniones sociales y charlas banales que no consideraban el costado moral de lo que decían. La misma palabra “moral” no estaba bien vista, era de otro barrio.

La maledicencia es una especie de veneno que en su versión más leve intoxica una conversación, pero en ocasiones puede provocar efectos más graves, como la pérdida de un trabajo o la ruptura de una relación. En versiones intermedias se limita a hacer un poco de daño, la clase de daño que define más a quien lo dice que al aludido. Nunca me imaginé que yo misma aportaría un ejemplo de este feo tema. Yo, que me creía tan viva. La semana pasada, hablando de El Método Kominsky, hice un comentario frívolo sobre Kathleen Turner. Quedó claro que me refería a su aspecto, el de una mujer que en su momento deslumbró por su belleza y sensualidad. Me escribió el arquitecto Alberto Stök, lector del Viejo Smoking, y con gran delicadeza me hizo saber que el aspecto actual de Kathleen Turner se debe a que padece artritis rematoidea. Ella tiene que tomar una cantidad de medicamentos para sobrellevar su condición y yo con toda ligereza comenté su aspecto. A eso llamo yo maledicencia.

 

No recuerdo qué maestro (tal vez oriental) dijo que antes de hablar hay que pensar si lo que vamos a decir es mejor que el silencio. Es una dura prueba, estoy de acuerdo, sobre todo porque uno habla primero y piensa después. Pero en el caso de la palabra escrita no funciona como pretexto, puesto que hay tiempo para pensar. Por lo tanto no es distracción ni desliz: es maledicencia. Lo vemos todo el tiempo en las redes, a veces con llamativa crueldad. Pero antes, cuando existía la vida social, en reuniones y cocteles, la charla de cuerpo presente era diferente. La gente no contaba con la impunidad de las redes, la conversación era un acto físico y efímero. No muchos se detenían a pensar si lo que iban a decir era mejor que el silencio.

Un tema siempre vigente ha sido hablar de uno mismo con disimulada admiración; otros dicen sin filtro alguno lo que les pasa por la mente. Cualquiera sea el tema que se toque, siempre hay alguien que asocia con algo que se le cruzó por la cabeza y no puede evitar decirlo en voz alta. Sin embargo, la sal de la vida en las reuniones solía ser la vida de los demás. La parte más conflictiva, más oscura, más embarazosa de la vida de los demás. De poetas extraordinarios escuché los comentarios más abyectos. Tal vez fueran ciertos pero, parafraseando al señor Bartleby, preferiría no haberlo sabido.

Digámoslo: es más fácil ser malo que ser bueno. Ser bueno requiere un enorme esfuerzo: por ejemplo abstenerse de hacer un comentario maledicente que podría resultar divertido. Antes todavía, implica detectar la maledicencia del comentario. Aunque sea breve o parezca sin importancia. Es una gota de veneno, por completo innecesaria.

 




Odio todo

En los últimos tiempos se puso de moda en las radios la participación activa de los operadores. Desde su cabina llena de equipos, toda la música del mundo y lo que parece una colección infinita de sonidos, el operador suele ilustrar con un chiste, un recuerdo, una bocina, una cita grabada, una alusión, una risa, un acorde, una exhalación o cualquier otro modo de comentar lo que se dice al aire, algunas veces con un toque vulgar.




 

Palabras

“El enigma de la fealdad tú no lo has descifrado.

Tú no sabes por qué el Señor consiente por los campos la culebra.

Él la consiente. Él la deja atravesar sobre los musgos.

En lo feo la materia está llorando; yo he escuchado su gemido.

Mírale el dolor.

Ama los escarabajos por dolorosos, porque no tienen, como la rosa,

una expresión de dicha.

Ámalos porque son un anhelo engañado de hermosura,

un deseo no oído de perfección.

Son como algunos de tus días, malogrados y miserables

a pesar de tí mismo. Ámalos, porque no recuerdan a Dios.

Ten piedad de ellos que buscan con una tremenda ansia la belleza.

La araña ventruda, en su tela leve, sueña con la idealidad,

y el escarabajo deja el rocío sobre su lomo negro

para que le finja resplandor.”


Escuché este poema recitado por Jorge Marzetti en Radio Nacional y me eché a llorar. Es de Gabriela Mistral y se llama Lo feo.




 

Qué hay para ver

Así como hay frases que pasaron a formar parte del diccionario folklórico del cine, como “Hasta la vista, baby” o “Le haré una propuesta que no va a poder rechazar”, también hay escenas enteras tan instaladas en la memoria popular que se usan en el lenguaje común como metáforas de situaciones específicas.

1. “Temo encontrarme con la cabeza de un caballo en mi cama” como ocurrió en El Padrino. Art Buchwald, notable humorista colaborador del Washington Post (“Morir es fácil, lo difícil es encontrar lugar para estacionar”) usó esta expresión en la dura pelea que tuvo con los directivos de la Paramount por su parte de las ganancias de la película Un príncipe en Nueva York. El guión se había hecho sobre una propuesta suya por la cual cobró 5.000 dólares y la película recaudó varios cientos de millones.
2. (Esa mujer) “te cocina el conejo”. Voz de alarma, una clara alusión al personaje de Glenn Close en Atracción fatal, esa dama que no se detiene ante nada para reclamar la atención del hombre casado (Michael Douglas) que cometió el error de tener un amorío con ella.
3. “Hacer luz de gas” significa enloquecer a alguien en forma deliberada y meticulosa. Proviene de la película de George Cukor, Luz de gas, con Ingrid Bergman y Charles Boyer, donde la pareja se muda a una vieja casa que ella heredó y pronto comienza a creer que se está volviendo loca. Oye pasos, las cosas cambian de lugar pero sobre todo hay una lámpara de gas que se enciende o debilita de manera caprichosa. Es el marido, obviamente, que le hace “luz de gas”. Es una película de 1944 pero la expresión se usa todavía hoy.



 

 

Modales

En el estilo actual de anunciarse por WhatsApp antes de llamar por teléfono a alguien, un amigo me dijo: “No vuelvas a pedirme permiso, llamame directamente”. Lo consideré un gesto de amor.

 

 


 

Estilo

Aprendí a abrigarme en Estados Unidos, cuando hacía tai chi chuan al aire libre con una temperatura de 15 grados bajo cero. Muchos saben que el secreto se inspira en la cebolla: varias prendas livianas una encima de la otra hasta llegar al sweater y al abrigo último, que no pocas veces era la proverbial camisa de leñador, a cuadros rojos y blancos, que trae abrigo en su interior. Dos pares de guantes: unos blancos ligeros que funcionan como protección interior y encima los de lana. Un gorro tapa las orejas y estamos. Solo dos cosas nunca logré resolver: las puntas de los dedos que igual se congelaban y el aire que entraba a puñaladas por la nariz.

 



 

A propósito...

Me prometí a mí misma no volver a hacer comentarios ingeniosos sobre otras personas. Este acto de contrición me recuerda los errores que cometí trabajando en los medios. Créase o no es muy difícil disculparse en un medio gráfico o en la radio. Un jefe que tuve en la radio directamente me lo prohibía: “Ya pasó”. Pero una vez me equivoqué en una crónica sobre la entrega del Martín Fierro para el diario Crítica de Jorge Lanata. Dije que cierto ganador se había tomado demasiado tiempo para agradecer, él y cada uno de los integrantes de su equipo. El hombre escribió al diario y dijo que solo habló durante unos segundos y nadie más de su grupo participó. En el diario tuvieron la gentileza de darme la oportunidad de responder. Yo miré mis notas y en efecto, quienes se habían excedido eran los premiados anteriores. Mi respuesta fue: “Tiene razón el señor X. Me equivoqué” y aclaré la confusión. El señor X quedó estupefacto. En su nota de agradecimiento quedó claro que no estaba acostumbrado a que alguien admitiera un error. Eso es todo por hoy; ahora me despido y como siempre los invito a colaborar, si quieren, con el Viejo Smoking. Es acá.
 


Hasta el domingo que viene, entonces.

Hoy guiso de lentejas y vino tinto.

Cecilia


 

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