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Mi nuevo novio se llama Jo Nesbo. Es noruego así que nos vemos poco.

El hombre fuerte es más fuerte cuando está solo.
—Friedrich Schiller

 

 

Cada tanto me acuerdo de Kung Fu. Lo llamábamos Kung Fu aunque su nombre era Kwai Chang Caine y kung fu era el arte marcial que practicaba. Es una producción del año 1972, muchos de ustedes no habían nacido. Sin embargo la serie dejó su marca también en el lenguaje folklórico de la televisión con la expresión “pequeño saltamontes”, el apodo que su maestro le puso al niño mientras lo educaba. Se usa, a veces sin ironía, cada vez que se ofrece a alguien una enseñanza.

Me acuerdo de él. Esa serie, en esa década, rompía con el formato histórico del héroe: el de John Wayne, Spencer Tracy, Clark Gable. Kung Fu era todo lo contrario: no era violento ni brillante ni poderoso en un sentido terrenal. Hijo de padre blanco y madre china, Kung Fu recorría el Oeste profundo de los Estados Unidos en busca de su hermano. No montaba a caballo, tampoco iba armado; andaba descalzo y vestía con modestia monacal. De hecho era un monje shaolín y cada vez que se veía en problemas —todo el tiempo se veía en problemas— aplicaba las enseñanzas de sus maestros. Esas enseñanzas aparecían en forma de pantallazos del pasado, con el hipnótico lenguaje de la filosofía oriental. Una apertura, tal vez, a la corriente espiritual que se pondría de moda unos años más tarde con el budismo y la new age.

Kung Fu: podían insultarlo, atacarlo, ofenderlo, amenazarlo, burlarse de él, acorralarlo, nada cambiaba su expresión, nada lo enfurecía, no respondía a las provocaciones. Solo se defendía si era necesario o si protegía a otra persona. Con su destreza inigualable siempre vencía pero no se jactaba. Cualquiera fuera el desafío que la vida le pusiera delante lo atravesaba en silencio, no se quejaba, no presumía. A su alrededor la gente se entregaba a sus pasiones, al prejuicio, la codicia y la violencia, pero él seguía de largo, podía caminar sobre papel de arroz sin dejar su huella.

 

Pienso en él cada vez que la vida me pone delante un desafío. Nadie está libre. Recuerdo haber pasado, como todos, situaciones difíciles de trabajo: indignación ante injusticias, sorpresa y dolor cuando alguien te traicionaba, maltratos de algún jefe que era preciso tolerar a menos que renunciaras, cosas así. Uno de esos días llegué a mi casa y me eché a llorar. Después de un rato me detuve; ya estaba grande para llorar por un contratiempo en el trabajo. ¿Qué habría hecho Kung Fu? Él nunca dudó de sí mismo, ninguna forma de humillación lo tocaba. Decidí intentarlo, seguir su ejemplo. Créase o no, funciona. Aprendí a mantenerme impasible en cualquier circunstancia. A tolerar tropiezos y percances con aplomo, sin autocompasión ni quejas. Hubo algún caso, reconozco, en que tuve que ir al baño a recomponer mi cara ante el espejo y respirar hasta borrar todo rastro de ira. Pero en general me entreno en el estilo que llamo Kung Fu, sin las artes marciales, claro. No soy capaz de caminar sobre papel de arroz sin dejar huella pero al menos trato de que la vida no me pueda. Uso la mirada de David Carradine. Estoy pero no estoy. No cuentes conmigo. Lo mío es otra cosa.

 




Odio todo

Odio a la gente que para describir a alguien dice “Me quiere mucho”, como si eso fuera alguna clase de garantía o virtud en sí misma. Y sin embargo voy a hacerlo. Hace unos días murió Delia Fiallo, la autora de grandes telenovelas, y ella me quería mucho. Le gustaba un libro que yo había escrito, Mujeres peligrosas, donde analizaba el género con ambición académica. En esa época casi nadie se tomaba en serio las telenovelas, se las llamaba (hasta hoy) culebrones y eran blanco de las caricaturas. Por eso le gustaba el libro mío, un análisis meticuloso de su estructura, y no me avergüenza decir que lo llamaba “la biblia”. Delia Fiallo es la autora de novelas clásicas como María de Nadie, Topacio, Cristal, Estrellita mía y 40 piezas más. Con ella desaparece una generación entera de novelas de autor. Tenía 96 años, era Directora de Drama de Televisa y me quería mucho.




 

Palabras

“A comienzos de los años setenta la comunicación digital había abandonado su aire de conveniencia y se convirtió en una tarea diaria. Lo mismo que los trenes de alta velocidad, atestados y sucios. El software de reconocimiento lingüístico, un milagro de los años cincuenta, se volvió una tarea servil. La interfaz con máquinas–cerebro, una fruta salvaje del optimismo de los sesenta, apenas despertaría el interés de un chico. Las cosas por las cuales la gente hacía cola todo un fin de semana para comprar, seis meses más tarde tenían tanto interés como las medias que llevaban en los pies. ¿Qué pasó con los cascos de estimulación cognitiva, las heladeras parlantes con sentido de olfato? Se fueron por el mismo camino que el mouse pad, las agendas Filofax, el cuchillo de pan eléctrico, el equipo para hacer fondue. El futuro no dejaba de venir. Nuestros brillantes juguetes nuevos comenzaban a oxidarse antes de que lográramos llegar a casa y la vida seguía como si nada.”

Ian McEwan (Máquinas como yo)




 

Qué hay para ver

A pesar de la asombrosa oferta de las plataformas de la televisión a veces resulta difícil encontrar algo atractivo para ver. Ayer me animé a una película llamada Serenity, traducida como Obsesión —sin comentarios— protagonizada por Matthew McConaughey, siempre un placer. La historia en sí parece un catálogo argumental de las siguientes piezas: El viejo y el mar, de Hemingway (hombre luchando contra un pez gigantesco como si le fuera la vida); Moby Dick, de Melville (el pez no es una ballena pero el empecinamiento es el mismo del capitán Ahab); Doble indemnización, de James M. Cain (una mujer atractiva seduce a un hombre para que mate a su marido); La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares (personajes de dudosa realidad, tal vez creados por una máquina) y finalmente La tempestad, del mismísimo Shakespeare, cuando afirma “Estamos hechos del mismo material con que se tejen los sueños”.

La película no es buena, pero está Matthew McConaughey, viste.




 

Modales

Karina Vilella es la directora del Centro Diplomacia, consultora en protocolo internacional, ceremonial corporativo e imagen pública, un tema fascinante que nunca pasa de moda. Entrevistada por Jorge Fernández Díaz en su programa de radio comentó, entre otras cosas, que se está confeccionando el manual que llamó Netiquette —supongo que se escribirá así— sobre el comportamiento en las redes. Consiste en definir los buenos modales en las relaciones virtuales, que sin duda llegaron para quedarse. Esto incluye, por ejemplo, cuánto tiempo puede uno tomarse en responder un WhatsApp sin resultar descortés. También por WA se recomienda el anuncio previo de un llamado telefónico, gesto que ya hemos comentado en este espacio. El manual incluirá instrucciones para el uso del celular en público, el peligro rampante de la videollamada, la atención al horario de los otros, la integración compulsiva a ciertos grupos, los grupos en sí, etc. Seguramente van a considerar la correcta confección de un e-mail, el manejo de las mayúsculas, el debate sobre los signos de puntuación y más. Me encanta.



 

Estilo

Karina Vilella también nos educa sobre la forma de vestir, una de las vertientes más inmediatas y visibles de los buenos modales. En las cuestiones protocolares todo está determinado, hasta el largo de las faldas de las mujeres según la ocasión. Pero también hay códigos más flexibles en la vida social: en qué situaciones es inevitable la corbata para los varones, cuándo son inconvenientes los zapatos de taco aguja, cuál es el atuendo apropiado para presentarse en un Zoom. Y en este caso no se refiere solo el atuendo: incluye el fondo de pantalla elegido y la postura física en general. También me encanta.

 



 

A propósito...

Yo dejé de ver telenovelas pero eso no significa que hayan desaparecido. El género se abrió con gran éxito a mercados inesperados, especialmente Turquía y Corea. Algunas piezas conservan la estructura clásica —no falla jamás— y otras se inclinan hacia el formato de la serie. La industria local ya no las produce y prefiere otro tipo de programas. Hace rato que no llega a la Argentina una novela brasileña, como las de antes, las mejores del mundo. Dona Beija, Vale todo, El rey del ganado, Dancin' Days, Pantanal, El clon y muchas más. La última que vimos fue Avenida Brasil, una verdadera obra de arte, sobre la que escribí otro libro. No entiendo por qué no hay una especie de museo, a la manera de una biblioteca o hemeroteca, que conserve esas piezas en su versión original, como si fueran incunables. No sé en Brasil, pero la industria en general prefiere hacer versiones nuevas de títulos clásicos. Una pena.

Les recuerdo que tenemos un club del Viejo Smoking, al que están invitados. Es acá.
 


No me molesta quedarme en mi casa. Al contrario.

Como dice Pascal, todas las desgracias del hombre derivan del hecho de que no puede sentarse solo en una tranquila habitación.

Hasta el domingo que viene,

Cecilia

 


 

Todos los domingos voy a escribir acá sobre una forma diferente de llegar a viejo.
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