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Hoy fui a almorzar afuera, ravioles caseros y vino tinto. No es que venga al caso, o sí, pero el mejor remedio que conozco para la resaca es un vaso de coca cola.

Tu cuerpo oye todo lo que tu mente dice.
—Hipócrates

 

 

Yo era un desastre a la hora de hacer trámites. No acertaba con la oficina correcta, presentaba el formulario equivocado, siempre me faltaba algún documento indispensable. El funcionario detrás de la ventanilla era el impávido enemigo que no podía o no quería resolver tu problema, no le importaba tu desazón ni mostraba disposición alguna de ayudar. Recuerdo incluso haber publicado en su momento una columna que se llamaba “Diminutivo de poder”. La idea de la columna era la siguiente: hay palabras de nuestro idioma que no admiten diminutivo, como firmamento, océano… o poder. Sin embargo yo proponía en mi nota que el diminutivo de poder es la palabra “No”. Por ejemplo, un burócrata de oficina cuya única tarea es procesar un trámite, tiene un pequeño poder que consiste en impedir que logres realizarlo. Solo tiene que decir que No. Esto no va. No sirve. No se puede. Y te mira impasible, tal vez con una secreta sonrisa, mientras te vas con los hombros vencidos. Un funcionario con algún poder te ayudaría, conseguiría el formulario que falta o encontraría una alternativa, pero quien tiene un poder pequeño se conforma con decir que No. No se puede. No hay nada que yo pueda hacer. Vuelva mañana a las siete en ayunas.

Un día, harta de ser una víctima, me di cuenta de que hacer trámites es un oficio como cualquier otro, como arreglar un enchufe o ganar plata. Solo tenía que concentrarme y prestar atención. Recordé una frase de Edward de Bono: “Los estudios han demostrado que el 90% de los errores de pensamiento se deben a los errores de percepción. Si uno cambia su percepción puede cambiar la emoción y eso logra generar nuevas ideas”. Puedo adaptar este concepto a la realización de un trámite, domar la emoción y afinar mis dotes de percepción. Funcionó: solo había que leer con cuidado las indicaciones para hacer el trámite, estudiar la letra chica con paciencia, seleccionar los documentos necesarios y agregar otros por las dudas. Nunca más tuve un problema. Me ayuda mi contadora —un premio de Dios— y con todos los papeles necesarios hoy puedo realizar trámites sin amargarme el día. Lo único que le queda ahora al burócrata para castigarme es hacerme esperar, a veces meses, pero ya no puede decir que No.

 

Pasa el tiempo y la vida te lleva por otros senderos que se bifurcan. Ahora tenés que ocuparte de tu salud, que a esta altura de la vida es un constante desafío. Nada grave, nada serio, pero hay que ocuparse. El médico indica estudios de laboratorio, sangre y orina, electrocardiogramas, un ecodoppler, un Pet (me da risa este nombre, como si estuviera en cuarto grado), una tomografía computada, siempre hay algo. Todo esto te lleva a una nueva zona de gestión que ya creías superada. Y otra vez te chocás contra la pantalla protectora de quienes hacen posible la tarea. La gran diferencia es que en este caso, al menos en mi experiencia, te tratan bien. Muy bien, en realidad. Las empleadas —por lo general son mujeres— escuchan con atención, son amables e intentan activamente resolver tu problema. Pero sobre todo no te tratan como si fueras una estúpida.

Aunque hagas estupideces. Llegás al laboratorio y te olvidaste la orden del médico. Llevás orina en un frasco cualquiera. Esperás sentada el resultado de un estudio y luego, en lugar de llamar al laboratorio le preguntás al médico, como si él supiera por telepatía o videncia. Cruzás la ciudad para ir al consultorio justo el día en que el médico no atiende. Lo mismo que antes con los trámites, ahora otra vez hay que concentrarse y prestar atención. De a poco vas aprendiendo a reconocer este nuevo país, su idioma, su organización y sus normas. Si bien todos son amables y dispuestos en persona, antes hay que lidiar con las páginas de internet. Ahora las instituciones te mandan a su página de internet. Ese viejo amigo que era el teléfono en este caso no sirve porque nadie atiende. Y cuando alguien por fin atiende, una máquina, te sugiere (enérgicamente) que te remitas a la página de internet.

 

Así las cosas no me queda más remedio que admitirlo: soy vulnerable. Y así como en su momento aprendí a sortear los vericuetos de la burocracia, ahora me toca explorar el territorio de la salud, que tiene sus propios paisajes y accidentes geográficos. Poco a poco hay que aprender, tener paciencia y leer la letra chica; en términos digitales esto consiste en no dejarse abrumar por las indicaciones de la computadora, que muchas veces te trata como a una idiota. Y tiene razón.

 




Odio todo

Ya que estamos en tema, no colabora en el camino del aprendizaje el hecho de que las páginas institucionales, los bancos, las empresas de servicios y algunas redes se actualizan constantemente, cambian el diseño y las reglas que tanto nos costó aprender, agregan información que se supone necesaria, te tratan de vos con todo cariño y se declaran encantados de estar siempre en movimiento. Odio.




 

Palabras

Hace muchos, muchos años la empresa Siam Di Tella tenía una agencia de publicidad cautiva llamada Agens. En cierta ocasión se le encargó la edición de la Memoria y Balance de la compañía al término de un ejercicio. La pieza, de alarmante densidad, pasó por varios departamentos: en la redacción se revisó el texto, en el departamento de arte se diagramó, fue aprobada por el director del área, aprobada por el ejecutivo de cuentas, aceptada por el representante de la empresa y finalmente llevada al escritorio del Director General. El hombre vio la carátula y su único comentario fue: “Junio tiene 30 días”. La carpeta decía “31 de junio” y nadie antes se había dado cuenta. “Eso es un Director General” comentó más tarde uno de los jefes. Hoy lo llamarían CEO.

No debe haber un CEO en la agencia de publicidad que pone en la radio un aviso que habla de “utensiyos”.




 

Qué hay para ver

No es un gran momento para ver televisión. Las cosas buenas ya las vi todas. Son los estrenos los que traen pocas alegrías. Mucho sexo, superhéroes, más sexo, documentales, desnudos masculinos en cantidad, frente y dorso, ciencia ficción clase B y la entrada al mainstream de la diversidad sexual. Hay cosas muy buenas en la televisión, me da envidia la gente que todavía no las vio. Siempre se puede volver a los clásicos o a pequeñas joyas que tal vez pasaron inadvertidas. Me refiero en este caso a Lilyhammer, una serie noruego-estadounidense estrenada hace unos años. El protagonista es Steven Van Zandt, un músico conocido, entre otras cosas como el guitarrista de la banda de Bruce Springsteen. Su personaje, Frank, es un subjefe de la mafia, y ya sabemos que no es fácil meterse con ese tema después de Los Soprano. Pero esto es diferente. Frank entra en el sistema de protección de testigos después de atestiguar contra quien lo perjudicó severamente y en forma deliberada pide ser ubicado en Lilyhammer, Noruega. Los agentes quedan perplejos. Frank explica que se enamoró de la ciudad cuando fue anfitriona de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1994. Y también porque a nadie se le ocurriría buscarlo ahí, piensa en voz alta.

¡Noruega! Frank se dedica a aprender el idioma con sus auriculares y tolera la dramática caída en su calidad de vida: una casa pequeña, un autito eléctrico. El choque de Frank con el universo escandinavo es divertido y conmovedor. Su fuerza latina abre caminos en la nieve y pronto encuentra la manera de recuperar el estilo de vida que llevaba en Nueva York. Con sus métodos infalibles, que la mirada oficial deplora pero el público disfruta, Frank hace amigos y con el mayor respeto a su nueva residencia establece sus propias reglas y consigue todo lo que quiere.

Como pasa siempre, la primera temporada es la mejor. Está en Netflix.




 

Modales

Ahora que circulo por clínicas y centros de laboratorio, me llama la atención lo jóvenes que son los médicos, parecen chicos de 20 años. Son tan jóvenes que da un poco de pudor tratarlos de Usted. Por suerte muy rápidamente son ellos los que empiezan a tutearte; problema solucionado.



 

Estilo

María Pagano me hace llegar un aviso clasificado que encontró en La Nación, un servicio de modistas, sastres y arreglos, donde ofrecen reconvertir tapados de visón en pies de cama. “Parece un signo de época” me dice Pagano. “De lujo exterior a vestir la cama”. Lo cierto es que esa prenda ya no puede pisar la calle, agrega, y tiene razón: solo Susana Giménez puede seguir usando un tapado de visón.

Yo tuve uno, lo admito. Lo usaba una sola vez al año para la entrega del Martín Fierro. El resto del tiempo quedaba en casa porque no se puede subir a un colectivo con un visón. Y porque hoy un visón es como una cachetada. Yo regalé el mío, no se me ocurrió convertirlo en un quillango, como los que había en la casa de mi infancia. Y tampoco me gusta mucho la idea. Sin criticar.

 



 

A propósito...

El párrafo de Ian McEwan que cité la semana pasada pertenece al libro Máquinas como yo. La historia que narra transcurre en 1982: Inglaterra pierde la guerra contra la Argentina, las Falklands pasan a ser Las Malvinas y el general Galtieri en su caballo blanco desfila por la Avenida de Mayo aclamado por el pueblo. Inglaterra llora a sus 3.000 muertos, la Argentina tuvo 400 caídos. Derrumbe emocional en Inglaterra, abierto fascismo en la Argentina. El humor de McEwan a veces te hace correr un frío por la espalda. Y con esto me despido por hoy. Quedan invitados como siempre al club del Viejo Smoking. Si están interesados es por acá.
 


Galtieri a caballo por la Avenida de Mayo.

Hay que tener coraje.

Hasta el domingo que viene

Cecilia

 


 

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