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CANCIÓN DEL TRAIDOR A SU CLASE

1

Un amigo de Coruña decía que la clase obrera no es una clase, es una raza. El chiste, como la mayoría de chistes, tiene razón, y de una forma inesperada. No hay grupo humano más desdeñado, más odiado, que la clase obrera. Cuando los socialistas llegaron al poder en España a principios de los ochenta, no tardaron en destruir el sistema de aprendizaje de los oficios, ni estigmatizar la educación técnica. Todo el mundo debía ir a la universidad y así sería liberado. Había que dejar atrás la clase, la raza, unirse al nuevo mundo democrático. Por supuesto, luego no había trabajo para toda esa gente con títulos universitarios en las humanidades. De hecho, los tests psicotécnicos se hicieron obligatorios para dar laburo a la gente con títulos en psicología. De los oficios se pasó a la inutilidad casi absoluta. Hubo que expandir la burocracia del estado a todos los niveles para rescatar a ese pobre que se había creído la mentira de la liberación universitaria.

En Buenos Aires, la clase cheta siente tal odio por la clase obrera, tal asco, en realidad, que cuando la jipsterea, queriendo ironizar con la ropa de trabajo del personal laburante, tiene que hacerlo con la ropa de otros países, de otras economías. No se puede ser más pelotudo. Pero no sólo pasa aquí. Carhartt, la mejor marca de ropa de trabajo de Estados Unidos, reconoció la tendencia a la estupidez en las clases turísticas de otros países, y sacó una línea que remeda la ropa de trabajo pero con menor calidad, más barata de producir y más cara de vender. Aún así, siguen produciendo su ropa de primera a buenos precios.

Tengo unos pantalones Carhartt, regalo de mi hermana, que se bancan el maltrato que sea. Me han venido muy bien estos días en que he estado ayudando a los carpinteros, primero en el taller, ahora en una casa, revistiendo pisos, paredes, escaleras. Vuelvo al IF por la tarde agotado, lleno de polvo, con astillas hasta en la barba. Llego y no tengo ganas de escribir. En realidad, este trabajo físico, relativamente duro, me muestra esa faceta de mí mismo que siempre trato de negar: me muestra la parte de mí que detesta escribir. A lo mejor es el odio a la escritura el primer requisito para ser escritor. No lo sé. Pero sí que el odio a la poesía es el primer requisito para ser poeta. La gente que he conocido que de verdad ama la poesía jamás se atrevería a dejar un solo verso en un papel, y menos conservar ese papel.

Para quienes crecimos en las clases burocrático-comerciales, alejados del trabajo físico, de los oficios, del encuentro con la materia, ese trabajo no es otra cosa que el mejor espejo: el que nos muestra quienes somos, lo que somos, la calidad de lo que somos. Hace tres años, tomando un café con mi madre, me dijo: “Creo que cometimos un error haciéndote ir a la universidad. Hubieras sido más feliz haciendo otra cosa. Podrías haber sido carpintero.” Y mi respuesta fue que ahora es demasiado tarde, estoy demasiado hecho a la manera burocrática de pensar, a ese virus que por más que intente combatirlo en mí mismo, siempre encuentro sus marcas en mis hábitos de pensamiento. Porque la universidad, como cualquier otra institución eclesial, está diseñada para instalar en la mente del personal el sistema operativo de la burocracia, y una vez instalado el sistema, es prácticamente imposible extirparlo. Los dominicos lo tenían claro, los jesuitas lo siguen teniendo. No hemos derribado a la Iglesia, quienes fuimos a la universidad la llevamos sana y salva dentro de nosotros mismos. Es en este sentido que la BiPA es anticlerical, antiburocrática y anticristiana

2

Hace ya un montón de años, cuando Carmen y yo habíamos comprado un departamento en ruinas y lo habíamos arreglado con nuestras propias manos y la ayuda de unas pocas personas cercanas y un par de técnicos, volví tras tres meses de ausencia a mi librería favorita. El dueño me pidió que me fuera porque olía a cemento. Al hijo de puta no le molestaba que oliera a tabaco, a alcohol, a café o a una combinación de esas cosas, le molestaba que oliera a trabajo. Tardé un par de semanas todavía, con duchas diarias, en sacarme ese olor del cuerpo. Ya lo dije, no hay clase más odiada que la obrera, no hay nada que produzca más asco y más miedo que el olor a trabajo físico.

3

Cualquier relación interpersonal tiende a dejarme un poco frío. Suelo sentir que debería estar en otro sitio, en lugar de con aquella persona, que debería estar solo. Estos últimos días, cubierto de polvo, subiendo y bajando escaleras con placas de fenólico que apenas puedo cargar, mirando los planos tratando de sortear el engreimiento de la teoría frente a la práctica, y así evitar errores en el paso del papel a la realidad, he sido feliz.

Pero escribo esto sabiendo que no tengo que hacer este trabajo duro y agotador todos los días, toda la vida, aunque me lo estoy pensando. A lo mejor ni siquiera tendría que abandonar la poesía. Y sería interesante averiguar qué le haría este tipo de trabajo a mi trabajo como poeta. Toda la vida hice este tipo de experimentos corporales, en el teatro, con las drogas y el alcohol, con las mudanzas de una ciudad a otra, de un país a otro, con las aventuras emocionales y afectivas. Hubo momentos en que pensé que no saldría vivo de ellos. Hubo momentos en que vi cómo cambiaba mi manera de escribir habiendo encontrado la salida de túnel de turno. A lo mejor toca atravesar otro túnel.

4

Ahora bien, sé manejar algunas de las herramientas, pero no sé hacer cosas. Puedo hacer uso de una sierra eléctrica, de un taladro, un martillo, un destornillador y unas pinzas, pero no soy carpintero, ni mecánico ni electricista. Me falta oficio. Algunos saberes sueltos no se suman en un saber. Tengo claro que me uno a estos trabajos desde mi oficio, el de poeta, o sea, desde la necesidad de experimentar el mundo a través del lenguaje, cambiando el punto de vista en lo que se pueda.

El trabajo manual es una forma de entrar en contacto directo con el mundo, con la materia. Deja cicatrices. Y así, es un paso adelante hacia la realidad que uno da con los cinco sentidos, es realmente poner el cuerpo. Admito que me pongo drástico, pero la única forma de poner el cuerpo es poniéndolo en peligro—es algo que la gente que practica deportes de aventura entiende perfectamente. Es algo que la burocracia también entiende, aunque al revés: las reglas de seguridad que ésta impone desde sus escritorios y pantallas son la mejor manera de eliminar la sensación de libertad que el cuerpo, puesto en riesgo, reconoce a la primera. No vaya a ser que la libertad conquistada o presentida nos abra los ojos a otras realidades.

El trabajo de escritorio es un paso atrás, una forma bien naturalizada de alejarnos de la realidad. El trabajo en pantalla es otro paso en la dirección equivocada. La tan cacareada desmaterialización del arte (por el arte conceptual) es la estetización de ese paso atrás, de nuestro alejamiento del mundo. Luego hay que salir e imitar el paso adelante, hacer ver que se lo da sin darlo: ir al gimnasio, salir a correr, aplicarse a tal o cual dieta, hablar del medio ambiente sin haber vivido un sólo día fuera de la ciudad, ahora que casi toda nuestra experiencia del mundo es urbana, y que llevamos la ciudad a donde vayamos porque la llevamos dentro.

El alejamiento de la materia genera miedo. El arte conceptual es el arte de hacer arte sin hacerlo, por miedo. Lo sé bien, yo, universitario, poeta conceptual. La BiPA, como gran poema conceptual, es un paso atrás en busca del paso adelante. O eso espero. A mucha gente le da asco, miedo y vergüenza recoger basura por la calle. A mí también, y por eso lo hago. Este paso atrás hacia adelante, este paso de sesgo que me va muy bien siendo del signo del cangrejo, apunta, por medio del contacto con la materia, a esa otra materialidad que es la que me importa: la del lenguaje. Por eso, aunque parecía que dejaría de escribir poemas, no dejé de escribirlos.

Cuando las artes eran oficios, el miedo venía de fuera, de las normas de lo que se podía pintar o no, de cómo se podía y debía pintar. En la segunda mitad del siglo pasado, ese miedo se instaló en el trabajo y en la obra. Ahora está perfectamente codificado. No hace falta que venga una institución a decirnos nada, la institución la llevamos dentro, se comunica y se expande al resto de la sociedad por medio de la obra. Incluso eso que llaman “crítica institucional” es institucional, es la burocracia hablando consigo misma. Toda la libertad ganada por el arte en los siglos pasados ha vuelto a manos de sus dueños.

5

Si me sumo a echar una mano a mis amigos en sus oficios, sobre todo en la carpintería, es porque necesito el recordatorio de la práctica ante la teoría, de la relación con la materia ante el trámite, de la cercanía ante el paso atrás, del cuerpo ante la ley, de la luz ante la opacidad, de los sentidos ante los sentimientos y también ante la razón, de los afectos ante el delicado fascismo de los campos que hay que rellenar con la información que se nos exige, la interpelación suave de un estado que a la primera contradicción fuerte se vuelve policial.

La policía me para por la calle, me pone de cara a la pared con las manos en alto, me esculca, me pide el DNI y llama para que le confirmen que no estoy siendo buscado por nada. Me interpela yendo armada cuando llevo ropa de obrero. Cuando salgo bien vestido ni siquiera me miran. La policía es una de las manifestaciones del inconsciente de la ciudad, de nuestro inconsciente.

6

En Argentina no existe una mitificación del trabajo físico como en otros lugares. Ya que siempre estamos imitando a los gringos, ¿por qué no los imitamos en esto? No lo importamos porque todavía tenemos esos hábitos mentales y corporales de la aristocracia que la burguesía adoptó en el siglo XIX. Las empresas que fabrican la ropa de trabajo, aquí, son burguesas, son clase media, y las que les hacen la publicidad, también. Ni siquiera tienen la habilidad para aprovecharse de un discurso que no es el suyo.

Desde hace un tiempo, Patagonia, la marca de ropa de turista, empezó a hacer ropa de trabajo. Se subieron al carro de la mitificación del trabajo duro, del polvo pegado a la piel pegado al sudor pegado a la piel. El día que se empiece a dar esa mitificación en este país, es el día en que seremos testigos del principio de un cambio en el inconsciente de la ciudad, uno que tarde o temprano resultará en un cambio en la primacía de la teoría sobre la práctica. Es el cambio político al que la burguesía se viene resistiendo con uñas y dientes desde siempre, sea con la supuesta intelectualización del trabajo, la economía del conocimiento (¿se acuerdan de esa?), la burocratización de la vida y el arte, la financiarización de todo, o la carestía brutal de la vivienda y la comida. Toda esa violencia institucional se lija un poquito con buenas intenciones y se barniza con eso que llaman corrección política, el famoso y falso discurso de la inclusión.

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Mi abuela anarquista decía que hay que saber trabajar. Éste sabe trabajar, aquel no sabe. No significa tener oficio, eso lo daba por descontado, ella que tenía oficio. Pero podía detectar a leguas a un carpintero con mucho oficio que no sabía trabajar, que no cumplía con su parte de la promesa. Los viejos anarquistas siempre se exigían a sí mismos ese cumplimiento, y se lo exigían a los demás. Esta podría ser precisamente la definición de lo que Deleuze y Guattari llaman una “máquina de guerra”, un cuerpo sin órganos. En esa máquina, el personal sabe lo que tiene que hacer y lo hace. Si alguien no lo hace, es expulsado sin la menor piedad. Y es que no sabe trabajar.

Un día vino mi abuela a visitarnos al comercio de mi padre. Le preguntó a uno de los vendedores por qué una familia que hacía rato que había entrado no estaba siendo atendida. El vendedor le respondió que iban tan mal vestidos, parecían tan de clase baja, que seguramente no comprarían nada: atenderlos sería una pérdida de tiempo. La Yaya vino a buscarme a la oficina, donde yo estaba hasta el cuello con la contabilidad y el papeleo, y me dijo que atendiera a esa gente. Me estuvo observando desde uno de los mostradores todo el rato. A esa gente la traté con la misma amabilidad con la que atendía a cualquiera. Hice la mejor venta del día y quizá de la semana. El vendedor, viendo aquello, intentó meterse en el medio. Trabajábamos a comisión y el tipo se había dado cuenta de que iba a perder una buena. Hecha la venta, volví a la oficina, al papeleo incesante que tanto detesto. Pero oí a mi abuela que le decía a aquel vendedor: Usted será muy buen vendedor, pero no sabe trabajar, a ver si va aprendiendo.

8

El otro día, Adrián, el carpintero, al verme anotar cosas en mi libreta en los intervalos entre tarea y tarea, preguntó: ¿Eso es para la Niusléter? Y lo era. Eran estos fragmentos que acaban de leer, pero anotados de forma rápida, esquemática. Cuando salga la niusléter estaremos revistiendo un tramo de escalera, un trabajo que parece sencillo pero es en realidad un rompecabezas. Todos los escalones son distintos ya que la casa es vieja y la albañilería no es una ciencia exacta. Hay falsas escuadras a cada paso, y no podemos cortar las tablas en serie; hay que medir y cortar cada una individualmente para luego irlas encajando cada una en su sitio específico. No tenemos margen de error, si cortamos mal una placa, la pagamos nosotros. Tiene que quedar perfecto a la primera. Tampoco tenemos todo el tiempo del mundo, sino un número de días que son los que nos pagan.

Otra cosa que he aprendido de este oficio (y seguramente en los demás pasa lo mismo) es que hay que trabajar despacio, pero sin pausa. No tiene sentido ir a toda velocidad, cometiendo errores, gastando energía inútilmente. Y hay que concentrarse para no arriesgar un accidente con la sierra eléctrica o una tabla mal cortada que luego no encaje en su sitio. Estoy aprendiendo a trabajar desde otra perspectiva, con otra idea de la paciencia. Tengo fe en que los poemas lo agradecerán.

RECOMENDACIÓN MUSICAL DE LA SEMANA

En 1996, nos estábamos quedando en casa de unas amigas en Valencia (viaje exploratorio antes de mudarnos a la ciudad), y una tarde en que me había quedado solo en la casa, me puse a mirar los discos por si había algo que me interesara escuchar. Encontré Olé, de John Coltrane, y me dejó de piedra. Me enseñó a hacer lo que estaba tratando de hacer en un poema largo que por entonces no tenía aún título y que luego se titularía Antes el paisaje.

NOTICIAS

1. Ifi, la gata del IF, está enojada conmigo porque estoy pasando muchas horas fuera y no le hago caso. En lugar de pasar muchas horas dentro y no hacerle caso porque no quiere que le haga caso. Igualmente, cuando estoy por salir, se sube a la mesa y pide mimos, y cuando vuelvo también, aunque parezca que sólo está pidiendo comida. Ayer por la mañana pego un salto por la ventana, cosa que nunca había hecho, y cayó encima del teclado, añadiendo un montón de material a esta niusléter. Lo borré pero no por censura, sino porque no venía al caso.

2. El jueves 3 de febrero, arranca el Campamento Temporario del IF, nuestra actividad de verano favorita. La información irá apareciendo en nuestra página. Es para que vengan, si apetece.

3. En esa inauguración haré una de mis conferencias raras. Todavía no sé si será una de las que ya tengo preparadas, o si prestarme al desafío de armarla en el día, que por lo menos para mí, es más divertido y arriesgado.

4. De nuevo, he de agradecer a la gente que lee esta niusléter con la suficiente asiduidad como para que le parezca buena idea echar una mano con algo de guita. Si quieren ir por ahí, pasen por aquí.

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