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EL MEJOR BAR

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Como viene ocurriendo con cada vez mayor frecuencia, tenía ya dos cartas de estas escritas y decidí no enviárselas. Una era acerca de una serie de cuestiones técnicas y teóricas sobre el funcionamiento de estas niusléters y mis aspiraciones en torno a ellas; otra era una perorata dedicada a la obsesión, el trabajo del artista y los precios en términos de vida que toca pagar. Una era demasiado técnica, otra demasiado moralista. Anoche me fui a dormir con la fe de que esta mañana encontraría un tema más ligero, más ameno y más de mi agrado.

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Ayer por la tarde, insatisfecho con la carta teórica, salí a dar una vuelta para luego detenerme en algún café a escribir otra cosa. Salió la carta moralista. Disfruté escribiéndola, pero luego había algo en el tono que no me apetecía cambiar, pero que me parecía demasiado extremo, un poco chillón. Creo que esa carta tocaba algunos temas que habría que tener en cuenta si uno aspira a una vida artística, pero luego pensé: ya se buscarán ustedes la vida como puedan.

Me senté a una mesa en la vereda de un café del centro de San Martín. A ese conjunto de mesas no se le puede llamar terraza porque no son suficientes ni ocupan demasiado espacio en la vía pública. Son mesas afuera, y ya está. Para mí son esenciales porque es donde se puede fumar, y si voy a escribir, necesito meter nicotina, ese excelente neuroconector, en el cerebro.

Eran las 5 y luego las 6 de la tarde y había muchísima gente en la calle: saliendo del trabajo, de las escuelas, yendo de compras o a tomar algo. Me gusta ver pasar a la gente durante las pausas en la escritura. El café, adentro, estaba lleno. Estuve un buen rato escribiendo. Cosa rara: en un momento, mientras escribía, una joven que iba con la SUBE en la mano estuvo a punto de detenerse delante de mí, y cuando levanté la vista decidió no acercarse y, digamos, huyó.

2
Escribir en los cafés está bien por la mañana. Por la tarde prefiero otra cosa: un bar. Pero un bar no es simplemente un sitio en el que sirven alcohol, debe cumplir otros requisitos.

Antes que nada, he de decir que mi forma favorita de beber es en soledad. Me gusta llegar a un local, sentarme a la barra, pedirme una cerveza y quedarme ahí a solas con mis pensamientos. Me gusta que no haya música, ni mucha gente, ni distracciones. Fui a beber y quiero que me dejen en paz. (El otro día, por ejemplo, sentado en la terraza de un café charlando con una amiga, había un camarero que aparecía cada 10 minutos a preguntar si podía retirar algo de la mesa o si necesitábamos alguna cosa más. No lo mandé a la mierda, como se merecía, pero sí que cambié el tono al hablarle, de manera que le quedara claro que no debía molestar. Esto del camarero incesante es una costumbre gringa que los chetos están trayendo a Buenos Aires y debe ser erradicada sin miramientos ni cortesías antes de que arraigue.)

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El bar debe tener una buena barra a la que sentarse. Si voy a estar adentro, donde no se puede fumar, por lo menos que haya una barra. La barra es un refugio para los solitarios como yo, pero no un callejón sin salida. Si quiero hablar con alguien cercano, puedo, y si no quiero, no hablo. Aquí, sin embargo, la costumbre es a favor de las mesas, algo incomprensible, dada la carestía del metro cuadrado. El problema de las mesas es la falta de inmediatez del alcohol. En la barra sólo he de levantar un dedo y ya me sirven otra.

En Juárez, mi barra favorita era la del Kentucky Club. Los camareros ahí me conocían desde bebé, y algunos incluso me habían cargado en brazos. Mi padre tuvo un comercio al lado. En el Kentucky podía charlar con los camareros o quedarme solo y en silencio con mis ideas. También conocí ahí a una retahíla de bichos raros del centro de la ciudad con los que tuve grandes conversaciones. Uno era un comerciante de la zona que tocaba el laúd, era un gran ajedrecista y fanático de Borges.

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Creo que lo he dicho muchas veces ya en estas cartas: en un bar no debe haber música, y si hay un televisor, el volumen debe estar anulado. Si uno quiere mirar la tele, puede quedarse en casa. Si quiere escuchar música, bueno, para eso están los auriculares enganchados a un teléfono. Una vez, en un bar de Coruña, pregunté si no se podía apagar la música, ya que yo era el único cliente. Me respondieron que al personal laburante le gustaba la música. Mi respuesta: Pues que me inviten ellos a la birra, entonces. En el Kentucky había una rockola, y había gente–clientes no habituales–que iban y le echaban dinero y luego se quejaban porque no podían oír su canción. Y es que el volumen de la máquina estaba tan bajo que uno tenía que pegar el oído al plástico para oír algo. Con la queja, venía la respuesta: la rockola era testimonial, era un signo de que en el bar no debía haber música. Un signo de pago para los incautos.

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El bar debe ser acogedor. Esto se consigue con la iluminación, tendiendo a baja, pero no oscura, y con los materiales con los que está construida la barra. Lo mejor es la madera. Uno debe encontrarse cómodo, relajado, delante de su birra o su cóctel. Y debe sentir ganas de quedarse un buen rato. Hay bares tan de metal y tan brillantes que sólo sirven para espantar a los tradicionalistas como yo. Por suerte, no suelen durar mucho. El diseño debe ser clásico, pasado de moda, incluso un pelín decimonónico. Se busca tranquilidad, no ruido, y menos ruido visual o táctil. La gente con buenas ideas debe abstenerse de abrir bares.

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Ya no escribo en bares porque no me puedo sentar a la barra, pedir una birra, encender un cigarrillo y sacar la libreta. Los bares deberían de ser refugios, no espacios invadidos por el puritanismo anglosajón. Ahora no me queda otra que ocupar las terrazas de los cafés, que es más o menos lo que hice ayer. Quedarme afuera y escribir desde afuera, esa puede ser la consigna. Pero créanme, si hubiera un lugar que fuera un verdadero refugio de los puritanismos de moda, si ese lugar existiera en Buenos Aires, por muy lejos que me quedara del IF, yo iría siempre.

El catálogo (un libro muy bonito, por cierto, y del que no tengo ejemplares) de la última muestra que curé en España lo escribí en bares. Lo escribí sentado a la barra del Acuarium (Valencia), un bar clásico donde los haya. Escribí una parte en la barra del Boadas (Barcelona) durante tres mediodías seguidos. A esa hora, el bar estaba vacío; más tarde se llenaba de seguidistas y jipsters. Había un bar en Valencia cuyo nombre no recuerdo donde también escribí un cacho del catálogo; era un bar oscuro donde un camarero clásico preparaba los mejores gin tonics del universo. En el  Lisboa (Valencia) escribí una parte importante de uno de mis mejores poemas.

7
En un bar deben saber tirar bien la cerveza. Es más difícil de lo que la mayoría cree. Si la persona detrás de la barra tiene menos de 40 años, hay que salir corriendo. Y hay que huir, también, de esos lugares que anuncian birra artesanal, la mayoría de las veces, si no todas, más mala que pegarle a un perro atado. Aparte, no hay nadie más esnob que yo, y me resulta obligatorio clasificar el pequeño esnobismo de la gente de la birra artesanal como algo ridículo, de amateurs y principiantes. Lo mismo con el esnobismo del café.

Los cócteles de colorines también son para principiantes, turistas y otra gente poco cuidadosa de su amor propio. Un requisito fundamental en los bares donde preparan cócteles es que haya alguien que sepa preparar un dry martini. El martini tiene que quedar más seco que la arena del Sáhara a las dos de la tarde. A la gente que se le moja el martini hay que retirarle el saludo, excluirla de la sociedad, ostracizarla hasta que aprenda.

Muchas veces, termino pidiéndome un manhattan para no enojarme. Lo bueno del manhattan es que admite el error. Una vez, en Madrid, pasando por delante del bar del Hotel Velázquez a eso de las 5 de la tarde, se me ocurrió entrar a tomarme uno. Era la hora del té o del chocolate o de cualquier chorrada de esas, y el bar se había puesto de moda entre las señoras del barrio (imaginen Recoleta en Buenos Aires). Yo iba vestido como suelo ir, un poco descuidado a propósito, y las señoras, por supuesto, me miraron de la peor manera cuando me vieron entrar. Es un espacio reducido. Me senté a la barra y hasta el camarero me miró mal, pero derroté su prejuicio pidiendo ese manhattan que me apetecía, y él derrotó el mío preparando el que resultó ser el mejor que he tomado en toda mi vida. Como es de rigor, le dije la verdad, que aquel cóctel estaba perfectamente en su punto y al tipo se le infló el ego, como debe ser, y pedí otro. El tercero ya no me lo cobró. Claro, tuve que tomarme un taxi luego.

(El otro día me enteré de que el Hotel Plaza está por ser convertido en un centro comercial. Esto es peor que un accidente aéreo. Los accidentes aéreos, claro, pasan rápidamente al olvido. En el bar del Plaza también sabían hacer manhattans.)

Ahora hay muchos bares de cócteles en Buenos Aires, pero no voy a ninguno. Si no puedo fumar no quiero un martini, ni un manhattan ni nada. Y tampoco me lo quiero tomar en la calle.

8
De muy joven, me quedé de piedra al ver que los obreros de Barcelona se tomaban un sol y sombra a primerísima hora de la mañana. Es una copa de coñac con coñac y anís. Los dos líquidos, al tener densidades distintas, no se mezclan, de ahí el nombre. Pronto adopté yo también esta sana costumbre. Luego me pasé al carajillo, que en su versión más cutre, la que más me gusta, no es otra cosa que un café con coñac. Sólo de pensar en aquellos bares, se me llena el alma de nostalgia. El olor a tabaco, a café, a anís y a coñac, es mezcla, es mi olor favorito. Ahora está prohibido.

Nada mejor para un poeta que empezar el día ya medio calzado. Fluyen los jugos creativos. Y es muy bueno esto, porque cuando uno vuelve a lo escrito en esas borracheras de todo el día, se da cuenta de que de ahí no sobrevive ni un verso. Resulta saludable porque uno afina su habilidades de autocrítica, y porque aprende que escribir no es poner cualquier cosa en el papel. Y menos cualquier cosa que suene bien, o que suene bien a los oídos de la gente a la que sólo le gusta oír cosas bonitas o correctas.

Y sin embargo, el alcohol ha sido siempre uno de los mejores combustibles para la escritura. Ahora ya casi no bebo, pero estas niusléters se alimentan de cafeína y nicotina en cantidades industriales. Deberían estar patrocinadas por una tabacalera y Cafés La Morenita. Si no sale un verso de la borrachera, sí que salen algunas ideas que luego hay que trabajar en sobriedad.

9

El otro día fui con un amigo a tomar unos whiskys en un bar de señoras de esos que le gustan a él. Me mostró unos poemas de un poeta para el que se veía obligado a escribir una presentación. Los poemas eran nefastos, pero los leímos todos, cagándonos de risa. En un momento pensé que mi amigo se iba a caer de la silla. A mí se me salían las lágrimas. He aquí un endecasílabo que memoricé para mostrárselo a ustedes, y para dejar claro que la poesía erótica suele ser todo lo contrario:

Tus nalgas, tus pechos, tus labios rezan.

(Esta semana decidí que no escribiría más poemas. Luego siempre reincido. Pero es una decisión que debo tomar de vez en cuando, medio para ponerme en crisis, medio para cargar las pilas. Fue gracias a ese verso que lo decidí.)

10
Si no escribo en bares, a veces escribo en cafés. Para mí, el día ideal consistiría en salir a la calle muy temprano, a eso de las 7, con mi libreta y mi pluma en el bolsillo y caminar hasta un bar donde me pudiera tomar un carajillo que eche a andar los motores. De ahí, habiendo escrito ya las primeras líneas inútiles, deambularía por la ciudad durante al menos una hora hasta encontrar otro café donde pedirme un café y un coñac, esta vez por separado. (No cabe duda de que este día ideal pertenece al pasado, ya que para que fuera realmente ideal me tendrían que dejar fumar adentro.) Después, habría que seguir caminando hasta la hora de almorzar. Podría tomarme una cerveza antes de parar en un restaurante. Luego, vino con la comida, y quizá otro coñac.

Por la tarde, sí que conviene ocupar mesa en una terraza, ver pasar a la gente, mientras no sea en uno de esos sitios donde los camareros deban ser espantados como moscas. Todo el tiempo la libreta y la pluma están a mano, claro. Antes me gustaba ir por las tardes al Banderín, en el Abasto, a tomarme un café y un aguardiente. Un día el dueño me preguntó si era español; al parecer sólo los españoles son aficionados a esa mezcla de una sustancia que te levanta y otra que te baja. Desde que el dueño se retiró y el bar fue jipsterizado, no he vuelto. (El primer requisito para ser un viejo cascarrabias como yo es aprender a pasarse las modas por el forro de los cojones, y luego quejarse de que la gente no entiende nada de nada.)

En días como estos es buena idea tener algo comestible en casa. Sobras o lo que sea. Entre el alcohol, el café, el tabaco, las caminatas y la sobrecarga de los sentidos, el agotamiento puede ser tal que cocinar resulta imposible, o por lo menos impráctico. La cocina es un lugar peligroso y uno podría hacerse daño. Y es por el cansancio que este tipo de días no continúa hasta las horas más altas de la noche. Además, lo que estoy describiendo es un día laboral, no de ocio ni de fiesta. He tenido días así con amigos, pero siempre por trabajo. La mayoría de las veces, sin embargo, los emprendo en solitario. Proporcionan tiempo para pensar, para sobrecargar los sentidos, para absorber material que luego dé fruto en nuevas ideas. (Nótese que no he dicho nada de pasar por museos, galerías o librerías. La idea es absorber la ciudad. Eso es para otro tipo de día de trabajo.)

No me puedo permitir este tipo de días con la frecuencia deseada porque son caros. Además, al día siguiente también hay que poder levantarse. La edad y esas cosas. Y cada día me levanto con grandes ganas de trabajar, de emprender lo mucho que me queda aún por hacer en la BiPA. Debería terminarla en cosa de 5 ó 6 años.

RECOMENDACIÓN MUSICAL DE LA SEMANA

Como estamos hablando de bares y en los bares no debe haber música, tampoco hay recomendación musical.

O podría ser 4’33’’ de John Cage.

NOTICIAS

1. Ifi, la gata del IF, durmió en mi cama anoche por primera vez en más de dos años. Parece ser que no le apetecía estar sola en el galpón, o pasar frío ahí. Lo malo es que le tengo que dejar las puertas del cuarto y del galpón abiertas para que pueda comer, beber, cagar y mear–y entonces entra el frío y viene a ser lo mismo que si duerme afuera.

2. Ayer mientras escribía en el café, una señora que fue a ver si le daban algo de las sobras de la cocina, comentó que como estaba escribiendo con pluma yo debía ser dramaturgo. Tiene usted toda la razón, le dije, aunque ahora mismo no esté escribiendo teatro. (Para conocedores, estaba escribiendo con una Conklin All-American con un plumín de Jovo que va como la seda, y con tinta roja de Lamy mezclada con unas gotas de tinta negra.)

3.La muestra titulada Goliat persiste: una exploración sensorial de Buenos Aires ya está en pie y abierta al público. Es una buena oportunidad para hojear y manosear libros de la BiPA. (Pasaje 17. Bartolomé Mitre 1559.)

4. La vez pasada me olvidé, como ha ocurrido muchas veces, de poner el enlace a Mercado Libre por si les sobra la guita y quieren echar una mano. Sigo en deuda con la gente suscriptora, pero ya llegará el momento de pagarla, ya verán.

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