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¿Es Amazon el enemigo de la cultura?
“De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo… Sólo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria”
Jorge Luis Borges.

He estado mucho tiempo pensando si escribir este artículo o guardármelo, como tantos otros, para evitar polémicas, que ya se sabe que no me gustan. Y en este caso en concreto, temo aparecer como el abogado del diablo, nunca mejor dicho, porque el comportamiento empresarial de Amazon carece por completo de ética: explotan a sus empleados hasta el límite, evaden el pago de impuestos por medio de artimañas que nuestros sistemas fiscales no son capaces de prever y resolver a tiempo y me imagino que exprimirán a sus proveedores, como hacen todas las multinacionales. Pero ésta no es la cuestión. La cuestión es si es ético, para mí, ciudadano de a pie y escritor infraleído, auténtico worstseller, publicar a través del servicio de autoedición de Amazon: KDP (Kindle Direct Publishing). La duda surgió cuando una librería-galería de Lavapiés rechazó mis libros por este motivo. Y no sólo los libros que he publicado a través de KDP, sino otros que el Antimuseo ha editado por su cuenta. Es decir, yo me había situado en una especie de eje del mal y se rechazaba cualquier trato conmigo. Me convertí en un individuo apestado, un personaje maligno, inicuo, al menos desde la perspectiva de este librero, porque, según me explicó, Amazon está acabando con las librerías y yo era de alguna manera su cómplice. Le indiqué entonces que todos los libros que mostraba en sus anaqueles se vendían también por Amazon, lo que pareció desorientarlo un poco, pero se mantuvo firme en su postura: al enemigo ni agua. La discusión no prosiguió, no tenía caso, pero la cuestión ética me ha torturado desde entonces: ¿soy una mala persona por publicar con KDP?

Primero, antes de transitar por tan pantanoso terreno, el de la ética, quiero explicar que edito libros con Amazon porque es gratis. No dan muy buena calidad ni hay opciones de papel o encuadernación, por lo que las ediciones con mayores exigencias artísticas las hago o bien en offset con una imprenta alemana o en digital con una valenciana muy conocida, ambas con excelentes plataformas online. Pero para otras KDP tiene varias ventajas: no debo adelantar dinero, sólo los ejemplares que vaya adquiriendo a precio de coste; no tengo que almacenar cajas con cientos de copias —muchas acaban luego en la basura— porque se imprime bajo demanda (en este sentido es más ecológico que el modelo editorial tradicional). Y lo más importante, incluye la distribución mundial en papel y Ebook, aunque es muy difícil hacerse ver entre los millones de libros ofrecidos en su web. Para mí, que tengo un círculo de lectores reducido pero fiel, es suficiente.

En el mundo del arte, donde la escasez es la norma, se tiende siempre a la optimización de recursos, a aprovechar cualquier oportunidad, porque de otra manera la mayoría de nosotros nunca habríamos podido producir nuestra obra. La autoedición está además muy arraigada en las artes plásticas, ya que las cosas que hacemos son inasumibles para una editorial, es decir, no dan dinero. Pueden llegar a valerlo, pero a lo mejor dentro de veinte años, y eso no es viable para una industria en la que la vida útil de los libros es cada vez más corta. También se podría hablar sobre el funcionamiento y sostenibilidad de esta industria, pero como decía Sherezade al final de sus cuentos en Las mil y una noches, ésa es ya otra historia.

El caso, para no perder el hilo, es que yo quería saber si realmente había una cuestión ética a la que debía atender o si había tropezado con un caso más de resistencia al cambio, normal desde que el mundo es mundo, o, pero aún, con el postureo hipócrita de la izquierdita europea universitaria. Porque en principio, el que cualquier persona pueda editar y distribuir su libro parece un avance en la democratización de la cultura, como lo es que todo el mundo pueda hacer fotos y vídeos con sus teléfonos, aunque los fabriquen multinacionales. Así que como primer paso me interesé por ver quiénes están en la cúspide de la industria editorial, que supondremos benigna en contraste con la aviesa tecnológica.

Lo que encontré tras una breve investigación vía Google (otra multinacional, pero qué remedio) es que por ejemplo el grupo Hachette, a quién tanto debemos dicho sea de paso, primera casa editora de Francia y segunda de España, es propiedad del grupo Lagardère SCA, un conglomerado industrial que tiene su origen en Matra, empresa dedicada originalmente a la aeronáutica y el armamento. Matra ya no existe, su historial de absorciones y fusiones es difícil de seguir, y Lagardère, a partir de los años 90, se centró en el negocio editorial y en el retail de aeropuertos. En la actualidad Lagardère está controlado por Vivendi, un gigante de las comunicaciones (Canal+ por ejemplo), Qatar Holding y otras financieras. Me quedo más tranquilo sabiendo que ya no tienen intereses en la fabricación de armas, aunque todavía en 2006 se les relacionaba con esta industria, pero el tamaño y la influencia política de Lagardère-Vivendi dan tanto miedo como Amazon y no sé si aportan alguna ventaja ética. Yo por si acaso los pondría también en cuarentena. En España pertenecen a Hachette, entre muchas otras, Salvat y Anaya, que incluye a su vez Alianza Editorial, Cátedra o Tecnos.

Por cierto, en 2011 Hachette firmó un contrato con Google para la digitalización de sus fondos agotados. La relación entre grupos editoriales y tecnológicas es muy estrecha.

El otro gigante de la edición en Europa es Bertelsmann. Es el primer grupo editorial del mundo, tras la absorción completa de Pinguin Ramdon House en 2017, y como Hachette, un gigante de los medios. También tienes ramas dedicadas a la educación, imprenta, música, nuevas tecnologías, servicios e inversiones. Una particularidad de Bertelsmann es que mientras la mayoría de las acciones de Lagardère o Amazon están en manos inversores institucionales y fondos (Jeff Bezos “sólo” conserva alrededor del 12%), este grupo es propiedad de la familia fundadora, con un 80,9% en manos de una fundación y un 19,1 repartido entre los herederos, los Mohn. Quitando que son prácticamente un monopolio, con enorme poder político gracias a su control de medios de comunicación, no habría mucho que objetar.

El problema, siempre tiene que haber un problema, es que hay un obscuro pasado. En 1998 el entonces presidente de la compañía, Thomas Middelhoff, acudió a Nueva York a recoger un premio y en su discurso presumió de que el III Reich habían cerrado la imprenta en 1944, por lo que de alguna manera podían considerarse víctimas del nazismo. Pero un periódico suizo se tomó la molestia de recordarnos los vínculos de Heinrich Mohn con el gobierno de Hitler. En realidad la imprenta se cerró, como todas, por la falta de papel al final de la guerra. Pero desde 1933 hasta el cierre, la hasta entonces pequeña editorial de teología fundada en 1835 por Karl Bertelsmann se había convertido en una gran empresa gracias a un contrato de suministro de libros para el ejército alemán. Novelas con contenidos patrióticos y racistas que se enviaban a los soldados para mantener alta la moral. Y hay más, Heinrich Mohn no se conformó con ingresar en el partido, también fue miembro de las SS, usó su infame uniforme en multitud de actos públicos y de hecho, tras la guerra, aunque mintió a las autoridades de la ocupación, no pudo ocultar un vínculo tan ampliamente documentado, por lo que tuvo que retirarse y dejar la dirección a su hijo. El escándalo, en 1998, fue tan grande en Alemania que la propia empresa organizó un comité de investigación independiente, presidido por el historiador Saul Friedländer, y publicó sus conclusiones. Hoy en imposible encontrar en Internet una fotografía de Heinrich Mohn, y mucho menos vestido con el uniforme de la SS.

Bertelsmann es propietaria, a través de Penguin Random House, de Alfaguara, Taurus, Bruguera, Aguilar, Plaza y Janés… hasta un total de 56 sellos. Bueno, si Alfaguara me ofreciese la oportunidad de publicar una novela, creo que no pensaría en un boycott. ¿Para qué remover el pasado?

Los resultados de esta mini-investigación me dejan varias conclusiones, pero antes de entrar en ellas es necesario hacer una puntualización: las librerías no admiten libros autoeditados por escritores. Quizás las más grandes sí, desde luego sí los de los artistas, pero en general esta práctica, autoeditarse, está muy mal vista. Según me explicó una vez un librero, no los admiten para proteger el “ecosistema” editorial. Las familias Mohn y Lagardère deben estar muy agradecidas. Por tanto, la posibilidad de publicar con KDP, que ofrece distribución en Amazon, abre una puerta para los autores noveles, para los que no tiene recursos para una editorial “de pago”, o para los marginales como yo, que se encuentran mejor a cierta distancia del mundo de la cultura.

Respecto a las conclusiones:

Desde luego, no estoy haciendo nada malo y me siento muy aliviado. El ecosistema editorial es el ecosistema capitalista, tiende a la concentración de los medios de producción en muy pocas manos y, aunque hay muchas y muy buenas editoriales pequeñas, la opción de autoeditarse es perfectamente legítima y hacerlo con Amazon no añade ni una pizca de maldad al mundo. Creo que es peor usar un teléfono móvil o las redes sociales, pero estos inventos, como el sistema de distribución de Amazon, han mejorado nuestras vidas en algún aspecto, por lo que no podemos renunciar a ellos. Además, insisto, yo imprimo mis libros con KDP y si los distribuyo sólo con Amazon es porque las librerías no los aceptan. Mientras, todas las editoriales del mundo imprimen sus libros donde mejor les conviene y los distribuyen tan ricamente en Amazon. Me dirán por qué soy yo peor persona.

Por consiguiente, creo que la actitud del librero de Lavapiés era puro postureo. Nos hemos acostumbrado tanto a reducir la política a sus signos externos que se ha vaciado de contenido. Boicotear las ediciones del Antimuseo no tiene ningún sentido, cuando las más interesadas en el cambio de modelo de distribución, de las librerías a Internet, son las grandes editoriales, por una razón muy sencilla: Amazon cobra un 15% del valor de cada libro por su distribución, más la cuota fija (unos 400 € al año la profesional). Hay otros gastos opcionales de logística y almacenamiento, pero son costes que las editoriales deben asumir de todas maneras si quieren competir en la venta online. Y cuanto más grande es la empresa, menores son estos costes. El sistema distribuidora-librería se queda con el 60% y el autor el 10%. Es decir, las editoriales incrementan su margen del 30% a, por lo menos, un 65-70% del valor de cada ejemplar. La diferencia es brutal.

El problema con Amazon es su posición de monopolio, no el cambio que ha introducido en la distribución de bienes de consumo. Los transformaciones en los sistemas productivos siempre se reciben con miedo y sobre todo siempre dejan víctimas. Sin embargo intentar detenerlas suele ser peor. Lo de Amazon no lo mejoraremos esperando que sus clientes renuncien a la comodidad o, en muchos casos, al simple acceso a productos que antes quedaban fuera de su alcance. Son necesarias leyes antimonopolio, medidas fiscales y control de los derechos laborales. Entre tanto, en Europa vamos con veinte años de retraso. No sé que tal funcionará la plataforma todostuslibros.com, creada por CEGAL (Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Librerías). La verdad es que yo no compro libros en Amazon de manera habitual, uso la compra online para libros raros o descatalogados, sobre todo en Abe Books y Todo Colección. Pero espero que poco a poco se hagan un hueco en la distribución online, aunque eso no resuelve el problema: las librerías seguirán desapareciendo, substituidas por negocios puramente digitales como ha pasado, por ejemplo, con las tiendas de discos.

Por último, y quizás lo más importante, pienso que es la tecnología la que determina los géneros artísticos, por encima de los movimientos estéticos y de los determinismo políticos, aunque formen un entramado indivisible. La novela fue posible gracias a la imprenta. Pero la imprenta acabó con el libro como objeto artístico, lo que sin duda produjo una fuerte conmoción en la enorme red medieval de amanuenses e iluminadores que los producían entonces. Los volúmenes impresos les parecerían feos, sin valor artístico, industrializados, carentes de personalidad. Un atentado contra la cultura que quizás llegaría a acabar con ella. Vale la pena recordar aquí a Hugo: en Notre Dame de Paris hay un ensayo intercalado en mitad del relato que se titula Ceci tuera cela (Esto matará a aquello). En él reflexiona sobre las enigmáticas palabras del archidiácono de Notre Dame: Le livre va tuer l’édifice (el libro matará al edificio). El capítulo es largo, pero su intención se resume en la primera página: “el pensamiento humano, al cambiar de forma, cambia también su forma de expresión. La idea capital de cada generación no se escribirá con la misma materia ni de la misma manera.”

Los libros de papel desparecerán si no encontramos en ellos un valor que los diferencie de los digitales, como desapareció el rollo de papiro de la antigüedad. Las librerías físicas desparecerán si no aportan nada mejor que una tienda online. En el mejor de los casos se verán reducidas a especialidades donde el trabajo del librero sea imprescindible. Y rechazar la autoedición, ahora que es tan accesible, no parece un buen camino. Al mismo tiempo que nuevas formas literarias emergen de las tecnologías digitales, otras ven llegar su ocaso. También nuestra manera de escribir se ha transformado con el uso del ordenador y los procesadores de texto. No pensamos igual que nuestros abuelos y nadie podría hoy escribir una novela de cientos de páginas, de principio a fin, en un cuaderno de gran tamaño, como hacía Hugo. La edición, el “montage”, heredado del cine, está incorporado a nuestra manera de narrar.

Contradiciendo la cita de Borges, tan bella, con que he encabezado este texto, no es el libro lo que funciona como una extensión mágica de nuestra imaginación, sino la literatura. Y ésta existió antes de que hubiese libros, y pervivirá mucho más allá de su desaparición. Amazon, en este sentido, es irrelevante. Desaparecerá mucho antes que las librerías.

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Antimuseo · C/. Príncipe V. · Madrid, Madrid 28001 · Spain

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