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CAPÍTULO NOVENTA
#Los tres consejos de mi madre



Buenas noches, <<Nombre>>:
 

La foto que encabeza esta carta me gusta de una forma especial. En ella mi madre, veinte años más joven, cinco años mayor que yo ahora, está bailando en la fiesta de Nochevieja. Mi madre se llama Ludmila, pero le gusta que le digan Mila. Ese dato no tiene relevancia para lo que te voy a contar, pero me gustaría que lo supieras. Porque aparte de ser mi madre —por encima de ser mi madre— es una mujer (y es algo que a los hijos a veces se nos olvida con los años). Es una mujer con un nombre y un apellido, una mujer cargada de experiencia y sabiduría, una mujer llena de optimismo y de vida, y eso que su vida la trató de pena.

Mi madre es una mujer con carácter. Odia las injusticias, defiende a los más débiles, no tiene miedo a nada. Es íntegra y generosa. Culta y persistente. También frágil y sensible, pero eso último lo ocultó durante muchos años. Eructos de su difícil infancia, me imagino.

Todo este bagaje, repleto de experiencias y sufrimientos, mi generosa madre me lo iba regalando sin más, año tras año, charla tras charla. Algunas veces la escuché, otras tenía demasiada prisa por ver a mis colegas. Lo típico. Pero sus consejos son una especie de semilla que brotaba de repente, años después, y se convertía en un árbol, en un bosque, en una selva.

Ahora que lo pienso, mi madre jamás pronunció el famoso «Te lo dije». Ni un solo reproche salió de su boca tras verme cometiendo lo mismos errores, una y otra vez. Que no solemos escuchar los consejos de nuestras madres es un hecho, y que años después nos damos cuenta de lo sabios que son, también. Y si bien es cierto que algunos de sus consejos ya no nos sirven (el salto generacional es inevitable), cuando nuestras madres nos hablan de la vida, de la felicidad o del dolor, sus palabras valen oro. Porque la felicidad sigue siendo feliz, el dolor duele, seas de donde seas, y vivas en la época que vivas.

En vez del odioso «te lo dije», me decía: «Todo saldrá bien». Y todo salía bien. 

(Se nota que echo de menos a mi madre, ¿verdad?).

Son muchos los consejos que me dio mi madre durante mi adolescencia, y cada vez que me acuerdo de alguno, lo apunto. Hay unos cuantos que me gustaría compartir contigo. No son los mejores ni los más sorprendentes. Tampoco son los más sabios, así, a primera vista. Pero fueron los que más me ha costado aplicar. Son tres, pero ella siempre me los decía en una sola frase:

«Si una discusión se convierte en una batalla, vete. Si alguien te hace un regalo, acéptalo. Y no hagas favores a los que no te los piden».

Nada sorprendente, ¿verdad? Y sin embargo qué difícil es cumplir con algo tan simple. 



«Si una discusión se convierte en una batalla, vete».

Cuando discutimos, somos capaces de decir cosas horribles que ni siquiera pensamos. Las decimos por herir, por salir ganadores. Aquello se convierte en quién ofende más a quién. Y es una batalla difícil de parar. No hay nada más peligroso que un ego herido. Este consejo, que a priori es lógico y simple, es una invitación a la paciencia, al razonamiento, al despojo del ego. No digas cosas de las que te vas a arrepentir, no escuches algo que podría afectarte. Lo mejor que puedes hacer es irte, sin más. Pasado un tiempo, cuando las cosas se calmen, te lo agradecerás. La ira no es un buen consejero.



«Si alguien te hace un regalo, acéptalo».

Si eres como yo, entenderás lo que cuesta aceptar una ayuda, un regalo, un cumplido. Ya lo dice Almudena Grandes: «Hay que ser muy valiente para pedir ayuda. Pero hay que ser todavía más valiente para aceptarla». 

Durante muchos años lo pasaba fatal cuando alguien me regalaba algo. Supongo que se trata de que uno no se ve merecedor de la generosidad ajena. Las personas que solemos más dar que recibir, tarde o temprano acabamos entendiendo que solo es cuestión de una baja autoestima. El exceso de la generosidad es una tapadera. Detrás de ella se esconde la inseguridad. Empezar a recibir es un acto valiente, es el primer paso hacia el amor propio. Y de esto ya hemos hablado en esta otra carta. 
 

 

«No hagas favores a los que no te los piden».

 

Este último consejo puede parecerte un poco egoísta, pero no lo es en absoluto. De hecho, según mi madre, no es aplicable a las verdaderas amistades que, como bien dice, son una excepción. Ofrecer ayuda a un amigo de verdad es algo tan sano como necesario. Ahora bien, cuando se trata de las demás personas, hay que tener cuidado. Porque el ser humano sólo valora las cosas que le cuesta conseguir, y por tanto si le ofreces algo sin que te lo pida, lo más probable es que ni siquiera se dará cuenta de lo que has tenido que hacer para ayudarle. Y no se trata de conseguir un reconocimiento o esperar que te lo agradezcan, pero los favores anticipados crean monstruos en vez de personas. 

Gracias a este consejo también he aprendido a no reaccionar ante las indirectas. Cuando alguien me suelta un «Ay, es que me gustaría (inserta algo que sabes hacer), pero no sé cómo», no me ofrezco a enseñárselo. Espero a que me lo pida. Y hago lo mismo con los demás: cero indirectas. Si necesito algo, lo pido. Tanto si me lo dan como si no, lo agradezco de corazón y jamás me enfado. Sé perfectamente lo que cuesta prestar ayuda, lo que a veces cuesta hacer un regalo, y es por eso que me emociono cuando alguien es generoso conmigo.

Como también dice mi madre: «Si al final de cada día te sientes agotada, si no tienes fuerzas para nada es porque has entregado demasiado a los demás y has dejado demasiado poco para ti. Y lo más probable es que ese alguien ni siquiera lo necesitaba. De lo contrario, estarías llena de energía».


Y ahora, que he escrito todo esto, voy a llamar a mi madre y darle las gracias, decirle que la quiero y pedirle que nunca deje de compartir conmigo su sabiduría. A saber cuánto tiempo podré seguir disfrutando de su maravillosa voz llena de verdades. 

 

Un abrazo.

P.D: Y como no soy de indirectas, me atrevo a decirlo: aquel apartado de propinas y regalos que tengo abajo de este mail es voluntario, pero no te voy a negar que alguna vez que recibo un libro o una propina, me hace sentir que todos estos domingos valen la pena. Así que gracias, de corazón, por tus detalles.

En la foto: mi madre.
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Barcelona- 08080. 

 

Me harías muy feliz, de verdad.

Esta semana he leído «Un amor» de Sara Mesa y «Un grito de amor desde el centro del mundo» de Kyochi Katayama (un precioso regalo que una de vosotras eligió de mi lista de deseos).
«En la vida hay cosas que pueden realizarse y otras que no —dijo mi abuelo—. Las que se materializan, las olvidamos enseguida. Sin embargo, las que no podemos realizar, las guardamos eternamente dentro de nuestro corazón como algo muy preciado. Éste es el caso de los sueños o de los anhelos. Me pregunto si la belleza de la vida no residirá en nuestros sentimientos respecto a aquello que no se ha cumplido. Que no se haya realizado no quiere decir que se haya malogrado inútilmente. Porque lo cierto es que ya se ha materializado como belleza.»
«La cosa es muy sencilla, continúa. O debería serlo. Aunque los hombres y las mujeres no suelen plantearlo en esos términos. Nadie se atreve hablar con claridad. Lo normal, o lo habitual, es andarse siempre con segundas intenciones. Él piensa que quizá con ella sí pueda hablar sin rodeos. Es tan solo una intuición, ella puede malinterpretarlo y ofenderse, o incluso interpretarlo correctamente y ofenderse igualmente. No la conoce lo suficiente como para anticipar su reacción, así que la única forma de saberlo es lanzarse. 

—Puedo arreglarte el tejado a cambio de que me dejes entrar en ti un rato.»

Si te has perdido los capítulos anteriores de Azotea 🔆, puedes leerlos haciendo click aquí.
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