Hace unas semanas me apunté a clases de pádel.
Es lo más parecido a un deporte que practico desde hace años.
Las clases son en una nave industrial de un polígono en las afueras del pueblo. Una de esas naves en las que meten unas cuantas pistas de pádel (y una zona de crossfit, que miro como quien mira una sala de torturas). De hecho, el sitio se llama (la casualidad) Pádel Fit.
En el segundo día de clases, la profe nos recibió:
- "Tu nombre era Miguel, ¿no?"
- "No, no. Raúl"
- "Ay, vale, perdona"
Nos ponemos a hacer algún ejercicio. Y al cabo del rato... "¡Bien, Miguel! ¡Buena, Miguel! ¡Corre más, Miguel!".
Y así el resto de la clase.
Tampoco me entretuve en corregirla. En fin, tampoco es que sea nada grave, puedo vivir con ello. Y bueno, es un poco violento. Solo al final, cuando ya estábamos recogiendo las decenas de bolas desperdigadas por la pista, le volví a decir "solo una cosita: ni nombre es Raúl, no Miguel".
"¡Ay, y yo toda la clase cambiándote el nombre!"
¿Será que tengo cara de Miguel?
Decía Carnegie, en el libro que no me canso de recomendar, que pocas cosas hay que nos guste escuchar más a las personas que nuestro propio nombre. Y es curioso cómo ese pequeño detalle puede hacer que, de manera casi inconsciente, una persona te caiga mejor o peor.
"La persona normal tiene más interés en su propio nombre que en todos los demás nombres del mundo juntos. Recuerda su nombre, y úsalo con soltura, y le habrás hecho un sutil y muy eficaz cumplido. Pero olvídalo, o dilo mal, y te habrás situado en desventaja."
Así que, en la medida que puedas, pon atención a los nombres de las personas. Intenta recordarlos, y usarlos con cierta frecuencia (también con precaución, para no parecer un psicópata... que hay gente que se lo toma demasiado en serio y repite tu nombre una vez en cada frase).
Te puede parecer una tontería. Pero es que los humanos, a veces, somos más simples que el mecanismo de un botijo.
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