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CAPÍTULO NOVENTA Y DOS
Catarsis # 2: El monólogo interior


Dicen que las tres palabras que más llegan al corazón de las personas son: gracias, por favor y perdón. Estas tres palabras se han convertido en algo automático en nuestro día a día, las pronunciamos como una muestra de buena educación: en los supermercados, en transporte público, en la calle (me consta que no siempre es así; por desgracia la amabilidad parece no estar al alcance de todo el mundo). Incluso si las decimos a menudo, a veces ni siquiera nos damos cuenta de su auténtico peso: soltamos un “gracias” porque es lo que toca decir, no porque agradezcamos el trabajo, la dedicación o el servicio de los demás que, a su vez, tampoco lo perciben como algo demasiado personal. Cada día intento ser más consciente de lo que les digo a las personas, así que cuando agradezco a alguien su ayuda, añado: «has sido muy amable», «me has ayudado muchísimo» o «qué gusto haber sido atendida con una sonrisa». Entonces es cuando un simple “gracias” se convierte en algo íntimo.

De la misma manera que la amabilidad hacia los demás es esencial (¿quién quiere vivir en un mundo hostil?), las palabras que empleamos para dirigirnos a nosotros mismos son de vital importancia. Yo antes me insultaba mucho (tonta, despistada, vaga, torpe, imbécil, ingenua), pero una psicóloga me ayudó a ser más amable conmigo misma. Con su ayuda aprendí a no tratarme mal y a perdonarme cuando cometía errores.
 

Y sin embargo, seguía sin sentirme del todo bien. Me esforzaba en hablarme con respeto, en felicitarme por un buen trabajo, en gustarme en el espejo, en aceptar mi imperfección. 
 

Pero seguía sintiéndome mal. Negativa. Algo estaba fallando allí dentro.
 

Me costó descubrir la auténtica razón de mi malestar habitual: reconocerlo significaba herir mi ego, y a nadie le gusta encontrarse con que no es tan buena persona como creía ser. 

Yo, que me consideraba positiva y optimista, una persona empática y bondadosa, en realidad estaba sumergida en una cadena de pensamientos muy tóxicos. Los camuflaba de crítica constructiva, de honestidad…  ¡y hasta de valentía!  Pero en el fondo lo único que hacía era criticar el trabajo de los demás, enfadarme con la gente a la que consideraba imbécil e indignarme con todas las cosas que pasaban a mi alrededor. Todo esto, mientras me creía una persona justa y buena que se preocupaba por el bienestar social. Era crítica y ácida —algo necesario de vez en cuando, lo sé—, pero lo era con cosas que en realidad no importaban. Que sólo nos importaban a los que veíamos el mundo a través de Internet. 

Cuando me di cuenta de ello, me enfadé. Lo negué un tiempo pero acabé dándome cuenta de que estaba equivocada. Empecé a fijarme en mi monólogo interior y…  estaba lleno de barro. Sí, ya no me llamaba a mí misma “imbécil” o “idiota”. Sí, era amable con los desconocidos y apreciaba el buen trato. Pero luego, a solas, mis pensamientos estaban inundados de indignación y de crítica, mi cabeza estaba atormentada por los pensamientos furiosos. Mi cerebro irradiaba toxicidad. Pasaba el día pensando en las cosas feas y en la gente idiota. Y me rodeaba de las personas que hacían los mismo: criticar “el mundo de mierda en el que vivimos”. 

Ese era mi problema: le daba importancia a cosas que no la tenían, a personas que no se la merecían, a acontecimientos que hubiesen pasado desapercibidos si no fuese por los indignados como yo que les dábamos visibilidad. Somos muchos los que pasamos el día enfadados con el mundo, dándoles voz a miles de influencers frívolos, personajes insignificantes y tontos varios, creyéndonos justicieros que salvan el mundo de tanta estupidez. Y en realidad no somos más que portavoces de esa idiotez, unos portavoces que se sienten superiores por estar en contra de ella. 

Darme cuenta de ello no fue fácil, todavía más complejo ha sido ir deshaciéndome de estos pensamientos inútiles y callarme la boca cada vez que quería ridiculizar a algún personaje. Todavía hoy, de vez en cuando, (sobre todo en los días flojos de ánimos) me cuesta mantenerme callada ante una tontería, pero cada vez consigo más desviar mi atención hacia algo que sí vale la pena, y rodearme de las personas que sí me hacen ver cosas de otra manera.  En muchas ocasiones, las redes sociales nos sirven de amplificador de la estupidez ajena (y de nuestra propia), cuando deberían servirnos para compartir cosas bellas. De ahí que son tan tóxicas.

«No hay mayor tragedia den la vida que convertirse en paladín del bien y creérselo», dice Elena Poniatowska. Y qué razón tiene. Muchos nos creemos ser la representación del bien, cuando en realidad sólo somos los altavoces del mal. 

Que el monólogo interior importa lo sabemos de sobra. El problema es que ese monólogo no sólo tiene que ver con lo que pensamos de nosotros mismos, sino con lo que vemos en los demás. Y cuando nuestro radar únicamente percibe la negatividad, el monólogo interior se llena de basura.

Las palabras importan. Las que nos decimos a nosotros mismos, las que les decimos a los demás (esos «gracias», esos «por favor» y esos «perdóname»), pero las que también importan —y mucho— son las que no decimos en voz alta, las que dejamos escritas en las redes al alcance de todos, las que reflejan los juicios de valor y las opiniones basadas en nuestra propia infelicidad.


Una de las cosas que más trabajo me está costando es entrenar mi mirada, es saber distinguir lo significante de lo que no lo es. Descartar pensamientos destructivos, dejar de camuflar mi propia inseguridad y maquillarla de activismo social, dejar de lado la insatisfacción personal y, en vez de ello, hacer algo útil. 

No pasa nada por descubrir que uno no es lo que pensaba que era. Lo único que importa es sincerarse con uno mismo, ver los huecos oscuros e intentar llenarlos de algo valioso. Con sólo intentarlo las cosas cambian, créeme.

 

Un abrazo, <<Nombre>>.


Y gracias por estar aquí y por reflexionar conmigo.

En la foto: Elena Poniatowska.
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Me harías muy feliz, de verdad.

La semana pasada he leído «Madres e hijos» de Theodor Kallifatides.
«Pasar por debajo de su ventana me causaba dolor, como cuando sabía que me estaba mirando desde detrás de las persianas, que quizá se riera de mi flaco cuello y de mis angostos hombros, de mis piernas torcidas. Su mirada detrás de las persianas me hizo odiar mi cuerpo, deseaba ser alguien distinto. 
Es un desacierto bastante frecuente considerar que el amor nos acerca a nuestro verdadero yo. Mi experiencia me dice que sucede exactamente lo contrario. El amor nos obliga a convertirnos en algo distinto. la mirada de la amada es como la cama de Procusto. No cabemos en ella, pero en vez de cambiar de cama, intentamos cambiar nosotros. Teseo nos salvó de Procusto, pero ¿quién nos salvará del amor?
».
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