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CAPÍTULO NOVENTA Y CINCO
Catarsis # 5: La revancha

 

Siempre fui una niña muy inocente, optimista. Creía en las personas y en la bondad. Pero hubo un momento en mi vida en el que perdí esta sensación, en el que el mundo se convirtió en un lugar hostil y despiadado.

Sucedió en octubre de 1997, cuando yo tenía quince años. Aquella tarde de otoño sonó el teléfono de mi casa. Al otro lado, una compañera de clase. Sasha ha muerto, me dijo.

Sasha era mi amiga del instituto. La de la sonrisa infinita. La que siempre guardaba para mí un trozo de chocolate en su mochila. La que me decía: «La vida es un juego, no importa si pierdes, siempre hay una posibilidad de la revancha». La que quería estudiar filosofía. Sasha. Mi Sasha, mi Alexandra, mi Sáshenka… murió.

Murió.

La atropelló un coche, me dijo la compañera. Lo sé porque me lo ha contado Anastasia Andreevna, la profe, que es amiga de mi madre.

Pero mi Sasha no murió. La asesinaron. En un portal. Iba a recoger unos libros a casa de una amiga. A uno de tantos edificios de 16 plantas que formaban la ciudad dormitorio en la que vivía. Eran las 3 de la tarde. El sol brillaba como nunca. Jamás me olvidaré el azul del cielo de aquel día. 

Tan solo cinco minutos la separaban del piso de Olga, su amiga.

Cuando la madre de Sasha se dio cuenta de que su hija estaba tardando en volver, llamó a casa de Olga. Pero Sasha no había llegado. 

La asesinaron entre el primer y el segundo piso de un portal de al lado. Los vecinos no salieron para socorrerla. Cuando los gritos cesaron, llamaron a la policía. Pero mi Sasha ya estaba muerta. Tenía 14 años. 

Después de Sasha hubo cinco chicas más. Nunca encontraron al que lo hizo.

Soy consciente de que reconducir esta carta no es una tarea fácil. Pero si me conoces un poco, sabrás que no cuento cosas por el placer de contarlas (y en este caso no tiene nada de placer). Créeme, no me siento a teclear algo tan personal para desahogarme, no lo necesito. Sasha lleva conmigo estos 23 años que no está. Su muerte, desde hace mucho, forma parte de mi vida. Le prometí, una vez que soñé con ella, que jamás me olvidaría de lo maravilloso que es seguir con vida.

Si te digo la verdad, he tenido momentos en los no he cumplido con mi promesa. Han habido días, semanas, meses, en los que la vida se me antojaba algo insípida y triste; instantes en los que me creí —a saber por qué— que estar viva era un derecho, más que un privilegio que realmente es. Por suerte, Sasha siempre me hacía recordar que estar viva es algo extraordinario. Una suerte fugaz.

Sasha no murió, la asesinaron. Y no sé si hay una muerte peor que esta. Cuando alguien se cree con el poder de quitarte el aliento. Cuando lo último que te acompaña es el terror.

Puede que pienses que lo que te cuento es innecesario. Puede que no. Sea como sea, lo hago con la intención de recapacitar. Todavía es un buen momento para parar, respirar y relativizar las cosas.

Estamos viviendo en un momento complicado. Estamos sumergidos en la negatividad, en el pánico, estamos cansados y más pesimistas que nunca. Tenemos derecho a estar tristes, por supuesto que sí. El caso es que no puedo dejar de pensar en las personas que no tienen donde dormir. En los países donde las niñas de diez años se convierten en esposas. En los lugares del mundo donde la hostilidad es la normalidad,  donde el virus es, quizás, el menor de sus problemas.

Pero me gusta más como lo dice Rodrigo Hasbún: «Lo mínimo que pueden hacer los privilegiados es entender cómo funciona su privilegio. No vivir en negación, ocultando lo que les toca. Esa es la primera responsabilidad que tienen, la primera responsabilidad moral. Entender que no todos viven como ellos, y que eso no es porque son superior, o porque merecen. Si no hacen resulta obsceno, un insulto para los demás».

«Entender que no todos viven como ellos», dice Hasbún. Entender que no todos viven, digo yo, mientras pienso en Sasha.

Estar triste es necesario. Una felicidad de mentira es infinitamente más dañina que una tristeza honesta. Para uno mismo y para los demás. Hay que darle espacio al enfado, tiempo a la tristeza y albergue a la desilusión. No obstante, incluso cuando estamos en el barro hasta el cuello, no podemos permitirnos olvidar de la única cosa que en realidad importa: estamos vivos. 

¿Suena trillado? No lo descarto. Pero si hay algo que he aprendido sobre los tópicos, es que las frases trilladas lo son por la repetición. Y cuando algo se repite tanto, es por la necesidad de abrirnos los ojos. 

Estoy segura de que Sasha preferiría sobrevivir a una pandemia. Puestos a elegir, aceptaría vivir una guerra. Y desde luego que elegiría perder trabajo, ahorros, ganas y paciencia, antes que morir en ese portal.

Sasha no tuvo aquella posibilidad a la revancha de la que me habló una semana antes de su muerte, pero tú y yo sí. Volveremos a las calles, abrazaremos a los nuestros, encontraremos trabajo, celebraremos los cumpleaños, las Navidades y las bodas. Respiraremos algún día sin que nada nos tape la nariz. Cantaremos. Brindaremos. Nos volveremos a quejar de lo de siempre. Tomaremos la revancha. Pero de momento nos queda agradecer lo que tenemos, que no es poco. 

Nos toca ser generosos y compartir. Regalar. Escuchar. Sonreír. La bondad es igual de contagiosa que el virus, créeme.

Y si puedo elegir, prefiero contagiarme de la belleza.

Un abrazo, <<Nombre>>.

En la foto: Saoirse Ronan en la película «The Lovely Bones».
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Me harías muy feliz, de verdad.

Esta semana he leído «Los años invisibles» de Rodrigo Hasbún
(un libro que me regaló una de vosotras desde mi lista de deseos. ¡Gracias!) y «Las maravillas» de Elena Medel. 
«La que llamo Andrea le da una última billa a su cigarrillo y lo apaga contra el fierro forjado de la mesa. No es Cochabamba lo que tenemos alrededor y nosotros ya somos casi cuarentones, la edad en la que la mayoría mira hacia atrás y descubre que pudo haberlo hecho mejor, que el juego iba en serio. Nos sucede al menos a los que no tenemos hijos, a los que nos empeñamos en seguir siendo hijos nada más.»
«La madre de Inma trabaja en un supermercado, la de Celia donde puede. Unos meses friega escaleras, otros ayuda en una peluquería: a Alicia le parece, incluso, que Celia le comentó alguna vez en clase que durante unos meses estuvo en alguno de los restaurantes de su padre. Faltaban días para despedirse de ellas para siempre —a Alicia no le parecía que las familias como las suyas pudiesen pagar la matrícula de su instituto— y no le despertaban ninguna simpatía, tan idiotas, entre semana vestidas de domingo.»
Si te has perdido los capítulos anteriores de Azotea 🔆, puedes leerlos haciendo click aquí.
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