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CAPÍTULO NOVENTA Y SEIS
Catarsis # 6: Las obscenas

 

«Sería injusto decir que el escritor no disfruta de su trabajo, pero sería más injusto suponer que lo hace todo el tiempo», dice Juan Villoro. A veces, cuando digo que escribir estas cartas no siempre me provoca placer, algunos se sorprenden. ¿Y entonces? ¿Por qué las escribes?, preguntan. Hay que hacer lo que te hace feliz, dicen. Felicidad postiza en vena. Alegría forzosa ante la cámara.

En estos tiempos, en los que las sonrisas inundan las pantallas y la belleza surge tras horas de preparación, nos cuesta entender que el dolor es igual de necesario que la alegría. Que a veces el gozo y la satisfacción son el resultado de haberte arrancado las costras. Que el dolor conlleva superación. Que esa superación es la que sostiene el placer.

Este mundo, sujetado por la idea de una felicidad perenne, tan solo admite las emociones que nos llevan hacia ella. Quizás es por eso que la tristeza —por fin— es algo que vale la pena sentir. Sin la tristeza no hay felicidad. Sin la tristeza no hay contraste.

La tristeza es una muñeca de color azul, algo gordita y vaga, la del dibujo «Inside Out», que nos la muestra como algo tierno y necesario.  Necesario, sobre todo esto. Porque hay una corriente reciente de lo “necesario”: de libros, películas y personas elogiadas, pero igual de prescindibles que todas las demás.

No obstante, seguimos evitando las emociones más bochornosas. Aquellas que permanecen en nuestro interior, lejos del ojo ajeno: envidia, ira, miedo, culpa. Aquellas que nos suponen una deshonra. Las obscenas. Las que acabamos maquillando a capas, para que se confundan con algunas más dignas de una buena persona. 

A lo largo de mi vida he hecho algunas cosas que no se consideran fáciles: cambiar de país, aprender un idioma nuevo, lograr expresarme en él con cierta soltura. Y sin embargo la cosa que más me ha costado en realidad es ser honesta conmigo misma. 

El autoengaño es algo tan común que la mayoría de las veces ni siquiera nos damos cuenta de que vivimos en una mentira. Todos tenemos la idea de lo que somos, y suele ser una mezcla de lo que queremos ser con lo que algún día fuimos. Vivimos sumergidos en las imágenes que nos hacen sentirnos mejor, las que nos muestran como alguien digno de aceptación.

Vamos enfrentándonos a las cosas más desagradables a la medida que éstas se hacen populares. Cuando aparecieron personas reivindicando la tristeza, nos permitimos estar tristes. Cuando mostrar las inseguridades les hizo ganar seguidores, expusimos las nuestras. ¿Pero hasta cuándo seguiremos camuflando la envidia? ¿Cuándo por fin se podrá de moda convivir con las culpas? ¿En qué momento podremos saludar a nuestro rencor e invitarlo a compartir la mesa con nosotros?

Escribo esto y me pregunto si la negación hizo que me enfermara. Durante muchos años yo, como otras tantas personas, sentía todas aquellas cosas supuestamente feas y vergonzosas, y les ponía otras etiquetas. Unas más amables de ver. 

Sentía envidia cuando alguien era mejor que yo en la escritura. Entonces me decía que lo que realmente odiaba era la injusticia. Sentía ira y la camuflaba de crítica constructiva, porque "opinar es un derecho y al que no le gusta lo que oye, que se tape los oídos". Sentía culpa y entonces levantaba un muro más grande que mis miedos, me protegía culpando a los demás.

Acepté mis pies con juanetes, mi nariz imperfecta, mi abdomen abultado. Acepté mis cambios de humor, mis carencias afectivas, mi carácter algo solitario, pero no lograba admitir que sentía envidia, ira, rabia, rencor. No entendía que sentir envidia puede ayudarte a localizar tu deseos más profundos. Que la ira podría servir de impulso. Que el rencor mostraba la presencia de una herida. Que la culpa se curaba con la ausencia del ego.

Pasé años mintiéndome, intentado ser alguien intachable. Y me enfermé.

Leí una vez en algún lado (no me acuerdo donde) que las enfermedades emocionales son el resultado de la negación. Que el problema no está en vivir una situación desagradable o una emoción dañina, sino en no ser capaz de aceptarlas como parte de tu vida. Y algo me dice que esto es justo lo que me pasó a mí. Negaba lo “feo” y lo trasformaba en algo soportable, aunque falso.

Te escribo esto y me cuesta, no te creas. Tecleo esto y todavía siento algo de incomodidad por decirlo en voz alta. Pero ahora que lo digo, me siento mejor: más simple, más vulnerable, pero bastante más liberada. Sabes, <<Nombre>>, yo sigo sintiendo envidia cuando alguien consigue algo que yo no logro hacer. Siento una ira tremenda ante la ignorancia y tengo miedo atroz a no lograr las cosas que me propongo. Me siento frustrada a menudo. A veces critico a los demás y me creo superior. Como todo el mundo. Pero cada vez soy más consciente de ello. Ya no me miento. Y, sobre todo, ya no lo niego.

Me compadezco, y me acaricio con las palabras en vez de insultarme. Me digo que no pasa nada y me acepto. Desde hace tiempo que la vida me duele mucho menos y las personas me parecen más bonitas. Quizás porque cuando uno es amable con su basura interior, aprende a aguantar el hedor ajeno.

Empecé este escrito con una frase de Villoro, y lo termino con otra. «La escritura puede llevar al dolor y la demencia y las más variadas versiones de quijotismo, pero también contribuye a sobrellevar el peso del mundo y recuperar la cordura.»

Por eso escribo. Aunque sienta dolor al hacerlo. Aunque me dé miedo confesar.

 

Un abrazo,

En la foto: Muriel Spark.
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Me harías muy feliz, de verdad.

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