Rabanal tenía estilo, un modo de ser, el cuidado de los modales y también la precisión en cada frase. Y esto se trasuntaba con mayor evidencia en su literatura. Imposible, como para casi todos los de su generación, separar vida de obra. De Briante, de Bustos, de Barón Biza, entre otros, hablo. Es que pertenecía a una generación que confiaba en el valor de la palabra sin necesidad de aclarar que esta palabra, la empeñada, era de honor. Tanto como la palabra literaria, se trataba de una identidad, una marca. Rabanal había pasado por una variedad considerable de redacciones. Y en ellas había aprendido a leer la realidad del mundo y traducirla en sus artículos con orfebrería de pensamiento como si se tratara de unos versos de Dante o de Yeats. “La poesía es peligrosa” anotó en una de sus libretas de tapa negra de hule que más tarde iban a constituir sus diarios. Sin embargo, lector de Lowry, Bowles y Stendhal, se daba cuenta, justamente desde esas lecturas, que escribía “desde un país arruinado en un tiempo imposible”. Quizá esa fue la razón por la que se radicó hace años en el Uruguay. Cambiábamos mails en los últimos años. Y me llamaba la atención que este perfeccionista de la lengua, un “apartado” de todo gueto, pudiera fabular con la idea de una gran novela como si no estuviera cerca de los ochenta mientras no cesaba de preocuparse por lo que nos afecta a todos, una peste. Así, en una contratapa, la última, escribía: “Hasta hace poco vivíamos en una rutina crítica (en el mejor de los casos) o conformista en su mayor parte. Nuestros “pavores” eran sobre todo intelectuales, políticos o filosóficos, pero ahora tenemos miedo. Y ahora tenemos miedo porque el virus, portador de muerte, ha corroído el sentido de la buena vida y no sabemos si una vez pasada esta etapa seremos capaces de volvernos mejores o empeorar hasta planos irreversibles”.

Quizá, redundante, sería decir que este también era/es un gesto solidario. A mí, en lo personal, me hace acordar a aquel tipo que, puesto a elegir en una casa en llamas si salvar un Mondrian o un gato, salva al gato.