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LA ESPÁTULA MULTIFUNCIÓN

Cené demasiado y dormí mal. Pasé frío. Me desperté un montón de veces. Me levanté con un ligero dolor de cabeza, el ánimo semi-hundido en el agua tibia de no tener ganas de hacer nada. Últimamente, arranco el día con el ánimo un poco así; dedico la primera hora de cada mañana a remontarlo.

Me tomé un ibuprofeno, hice mis abluciones, la cama, un café. Miré la lista de tareas pendientes y encontré una que venía bien para esa mañana: ir hasta una ferretería que queda a cuatro kilómetros y medio a comprar una herramienta que hace tiempo vengo queriendo para mis labores en la BiPA. Por suerte, en las ferreterías de aquí cerca no la tenían, y no la iban a tener: habría que caminar un rato. Lo que necesitaba era salir a caminar, despejarme, dejar fluir los jugos cerebrales con el cuerpo entretenido. Así es como aparecen en mi pantalla mental la mayoría de las ideas, buenas o malas, para desarrollar ahora, pronto, el año que viene o nunca.

Caminé por calles conocidas y desconocidas, un ojo puesto en la arquitectura que pasaba, otro (esquizofrénica o estrábicamente) en el suelo en busca de papeles y otros objetos para los libros de la BiPA. Encontré un selfi de una pareja con su bebé; una carta de una mujer a su madre en que contaba que ella y su marido se habían comprado una casa (años 80); la carátula pirateada de un DVD de la muñeca Barbie, que al parecer “¡Rompe las olas!”; el fragmento de un instructivo para una máquina ignota, indescifrable para mí; la tarjeta comercial de un constructor, en un amarillo muy bonito, no exactamente macrista (debemos hacer lo posible por recuperar el amarillo) (lo que ocurre con las apropiaciones políticas, sean de un color, una palabra o una idea, es que luego los demás quedamos apartados de ese color, palabra o idea sin poder usarlos con normalidad, es decir, sin pensar en sus recientes connotaciones políticas y las consecuencias sociales de su uso) (este tipo de apropiación es una forma de violencia institucional, estemos de acuerdo con ella o no; la violencia se contagia y se cuela entre las fibras de la población civil, trastocándola casi siempre de mala manera.)

Para llegar a la ferretería, fui por un camino bastante directo—la ansiedad del consumidor—, pero una vez comprada la herramienta, decidí volver por calles desconocidas, dejándome perder, haciendo uso de vez en cuando del excelente sentido de orientación que heredé de mi línea genética materna. De Villa del Parque pasé a Villa Devoto, y llegando a la estación del tren Urquiza, vi que en la cuchilla formada por una calle de la cuadrícula y una diagonal había un café bonito, con pinta de tranquilo y mesas en la vereda, titulado “Acacia Negra—el café de las abuelas”.

Aunque a mis abuelas les tengo mucho cariño, ahora póstumo, no me parecía un buen augurio. Siempre fui fan de los viejos cafés, y este parecía bastante nuevo. Los viejos cafés no tienen por qué ser cafés de viejos. Yo empecé a frecuentarlos cuando todavía se alimentaban de un ambiente que podía ser de ligera a claramente hostil a las mujeres. Los viejos cafés, que están en vías de extinción, eran espacios masculinos, llenos de humo. Una vez, cuando tenía 7 años, crucé la calle para ir a buscar a mi abuelo al café que frecuentaba. Hacía un frío de mil demonios y yo iba abrigado hasta los dientes. Recuerdo que me sorprendió el calor que hacía adentro, la luz amarilla difuminada por el humo, el olor (una mezcla de tabaco, café, coñac, anís y sudor), y el volumen del ruido. Estaba lleno. Hombres jugando a las cartas, al dominó, otros observando las partidas, todo el mundo hablando a gritos.

Hay dos olores que me reviven no importa cuál sea mi estado de ánimo. Ambos fueron capturados por esa parte del cerebro que reúne olfato y memoria en la misma época y el mismo lugar: el invierno de 1971-72, en Ripoll, el pueblo de mi madre. El primero es ese del bar al que iba mi abuelo. El otro es el olor del diesel de los camiones en mañanas de mucho frío. Hoy en día no existe ninguna institución parecida a lo que fueron aquellos cafés, y en Buenos Aires, no hace nunca el frío afilado, seco y duro que hace falta para darle esa especial cualidad revivificante al olor del diesel. O sea que estoy lejos de casa.

Mis orígenes de caminante se remontan a los grandes paseos dominicales que daba por Ciudad Juárez con mi otro abuelo, el paterno. Hay otro olor por el que también siento un gran cariño, casi reverencia. Pasábamos a menudo por delante de las cantinas del centro, que tenían las puertas abiertas de par en par a esa hora de la mañana, mientras las limpiaban. Éste es un recuerdo de verano. Incluso por la mañana hacía un calor importante, y por las puertas abiertas se escapaba el fresco, casi frío, del aire acondicionado. Y ese frío, delicioso en medio del calor, venía acompañado de un olor a alcohol barato y humo de cigarrillo, todo mezclado y rancio, como si fuera permanente, una involución irreversible. Es probable que haya sido aquel frío artificial lo que me grabó ese olor en la memoria. Sigo lejos de casa.

En la “Acacia Negra—el café de las abuelas”, no había casi nadie. (Otro día escribiré sobre mis abuelas: mujeres duras, valientes, aguerridas, feroces e invencibles que vivieron, cada una, hasta casi los cien años.) (Mi abuela anarquista odiaba con gusto y alegría a comunistas y curas por igual. Su actitud ante la vida fue siempre una de ahorro y acopio, llevaba el miedo a la guerra que había vivido en todas las fibras de su ser. Era muy pequeña de tamaño. Yo la llamaba la Ruquita (o viejecilla) de hierro, y la quería con locura. La última vez que la vi fue en Juárez; yo regresaba a España y fui a despedirme y me dijo: “Dame un abrazo, que esta es la última vez que nos veremos, ya me voy a morir.” Murió al poco tiempo.)

Elegí mesa y me senté. Mirando las varias pizarras que invitaban a pedir esto o aquello, vi una que explicaba que había que entrar para pedir y que ellas luego sacaban el pedido a las mesas. Entré. Detecté movimiento detrás de la barra. Me acerqué, y le pegué un susto tremendo a una señora mayor, en nada parecida a mi abuela excepto en la altura. La señora me miró mal en un principio, pero me atendió con mucha amabilidad cuando le pedí un café con la voz más tranquila y suave de la que soy capaz. (En mi larga experiencia he descubierto que por divertido que sea antagonizar a los demás, por lo común resulta contraproducente.)

Volví a mi mesa, saqué Notes disperses, de mi autor catalán favorito, Josep Pla, el libro que había metido en la mochila como capricho de último momento antes de salir del IF. Los árboles, bastantes, daban buena sombra, y la valla que separa la vía del tren de la calle, estaba poblada de verde. En ese momento pensé que en todo Buenos Aires no debe haber un lugar más placentero para sentarse a leer y tomar un café.

De repente, me sorprendió un ruido. Eran las palomas que habían caído sobre la mesa que estaba detrás de mí, donde todavía quedaban platos, tazas, cubiertos y una tetera de lo que calculé que había sido el desayuno de cuatro personas. Una de las palomas, en su lucha por la supervivencia o quizá la superioridad socioeconómica, agitó las alas y empujó un plato que terminó rompiéndose contra el suelo: muy neoliberal por su parte.

Salió la señora, exasperada y echando pestes, a recoger toda esa vajilla antes de que las palomas causaran daños económicos de los que fuera difícil recuperarse, algo de lo que sabemos mucho en Argentina. Tuve el impulso inicial de ayudarla, pero enseguida me asaltó esa impaciencia, esa mala hostia que me entra en bares, cafés y restaurantes incapaces de contratar personal competente. Luego la oí regañar a la persona que se debería de haber ocupado de levantar la mesa. Estaba claro, también, que la señora era lo suficientemente eficaz como para no requerir la ayuda de un cliente. Fue y levantó la vajilla de otra mesa recién despejada por una pareja de clientes que me asombraron al saludarme cuando se iban; no es algo que se vea mucho en Buenos Aires. Entretanto, la señora, haciendo dos trabajos a la vez, me informaba de que mi café estaba por salir y no debía preocuparme. Sentí un cariño instantáneo por ella. No se parecía a mi abuela anarquista pero su actitud sí que me la recordaba. Me dieron ganas de quedarme a trabajar ahí, gratis por un día, y hacer gala de mis dotes de buen camarero. Pero la vanidad es mala consejera.

Permanecí sentado a mi mesa, con el café, fumando, leyendo a Pla a ratitos, y a otros, anotando cosas que me habían venido a la mente durante el paseo pre- y post-ferretería—cosas que quería escribir, cachos de un poema, pequeñas soluciones y estrategias de trabajo para la BiPA—, o admirando el verde sombreado y tranquilizador que me rodeaba. Estuve un buen rato.

Al pagar (el café me pareció caro) y despedirme, la señora me trató con una amabilidad casi desconocida en esta ciudad. Otra agradable sorpresa de un paseo que terminó renovándome el ánimo y las ganas de hacer cosas. Pensé que como el "Acacia Negra" no me queda lejos, podría volver con frecuencia, por las mañanas (y si fueran de invierno, mejor), a leer a Pla, tomar un café bien hecho y servido, y mirar pasar los trenes.

Media hora más tarde, ya estaba en el IF. Mostré a mis compañeros la herramienta, causa de mi paseo, y no han parado de reírse. Es una espátula multifunción que vi hace tiempo en YouTube y luego busqué en Mercado Libre para ver si existía en el país. Con esta sola herramienta resuelvo muchas pequeñas acciones en la construcción de los libros, y además, es roja y negra, los colores de la BiPA, post-editorial anarquista.

Se supone que tiene 15 funciones: abridor de latas, espátula, abridor de botellas, cortador, llave de 1/4", llave de 3/8", saca clavos, limpiador de grietas, esparcidor de material, destornillador plano, destornillador Philips, escofina, espátula circular, limpiador de rodillos, cabeza de martillo.
NOTICIAS

1. Ifi, la gata del IF, no es muy buena televidente. El otro día una persona me informó de que en YouTube existen videos para gatos, y decidí probar. Puse uno y coloqué la tableta delante de Ifi. Al principio reaccionaba al movimiento del pajarito en el video, pero claramente esperaba que el pajarito, al salir por un lado de la pantalla, apareciera en la realidad. Yo le seguía los movimientos de la cabeza y los ojos. Al poco rato perdió todo interés.

2. La convocatoria de la semana pasada sigue en pie. Pueden verla aquí.

3. Hemos empezado a construir, en el IF, la nueva instalación de Leo Zambon. Estoy entusiasmado, en parte por la obra, en parte por volver a hacer otra cosa con las manos que no sea escribir. No tengo mucha idea de construcción pero me gusta porque me pone en contacto con la realidad, con la materialidad del mundo, algo siempre positivo para un poeta.

4. Compré un repelente de mosquitos de la marca Aktiol. El olor es insoportable. ¿Será eso lo que los repele? Espero que me quede bien grabado en la memoria que no debo comprar esa marca en adelante.
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