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POR EL CAMINO DE LA INTROSPECCIÓN

Hace unos días fui caminando al centro de San Martín a comprar tabaco. En San Martín no conozco a casi nadie. En el barrio del IF tengo conversación con algunos vecinos—siempre breve—y con otros sólo el saludo, una sonrisa, un pequeño gesto de buena voluntad.

Me pasa algo raro caminando por San Martín: creo que nunca me he sentido tan solo. Ni siquiera en ciudades que he visitado por primera vez y en las que tampoco conocía a nadie. La soledad que siento caminando por las calles de San Martín es de lo más agradable, de lo más placentero de mi vida cotidiana.

Cuando camino por casi cualquier parte de Buenos Aires, suelo estar atento al entorno, a la arquitectura, los comercios, la apariencia de las personas con las que me cruzo. Tengo como afición mirar las casas y extrapolar de su aspecto modos de vida, ideales, aspiraciones de la gente que las diseñó y la gente que las mandó construir en primera instancia.

En San Martín no siento el menor interés por las casas. Con la excepción de las fábricas de Villa Lynch, los edificios no suscitan nada. En lugar de mirar hacia afuera, lo hago hacia adentro. Los paseos por San Martín suelen ser introspectivos. El otro día, cuando fui a la tabaquería, me di cuenta de que no conozco un solo lugar interesante para comer por la zona. Tres o cuatro veces al año, alguien me pregunta qué es lo que más echo de menos de España, y siempre digo lo mismo: la comida.

Pero diría lo mismo de México, y hasta de Estados Unidos. Si alguna vez me voy de Argentina, diré que echo de menos la pizza de Imperio, la de Banchero, la de El Mazacote. Diré que extraño algunas milanesas y algunas empanadas, como las empanadas fritas que hace la señora de aquí a la vuelta. Es raro esto, ¿no? Aparte de algunas personas a las que quiero, lo que más me gusta y echo de menos de cualquier lugar es siempre la comida.

Los dos mejores cachos de carne que probé en mi vida fueron en La Cabrera, en Palermo, y en un restaurancito oscuro de Lisboa al que me llevó, hará quizá 20 años, mi gran amigo Quico Cadaval. Viajé mucho con Quico--por asuntos teatrales—y adonde fuéramos, la primera pregunta siempre era: ¿Y aquí qué se come?

Mi abuelo materno, el avi Ramiro, fue viajante de comercio para lo que fue la muy importante industria textil catalana, ahora prácticamente olvidada. El avi se conocía todos los rincones, pueblos y ciudades de Catalunya. Conocía los mejores lugares para comer, según lo que a uno le apeteciera, los lugares donde se tomaba buen café. Hombre simpático, risueño, buen charlador, apreciado por todo el que lo conocía, era una enciclopedia andante de la buena vida. Mi madre lo adoraba.

Cuando yo tenía 7 años, pasamos una temporada en la casa de mis abuelos en Ripoll. Mi madre le pidió al avi que la acompañara a Barcelona y la llevara a los almacenes textiles porque quería comprar telas para la nueva casa que mis padres se estaban construyendo en Juárez. (En aquella época, el viaje en tren de Ripoll a Barcelona duraba no sé si tres o cuatro horas. Los asientos eran de madera. Mi abuelo era, por supuesto, amigo de todos los empleados del ferrocarril, y le pidió al maquinista que me dejara “conducir” el tren, cosa que hice feliz de la vida.)

Como premio de consolación por las horas que hubo que pasar mirando telas, los muestrarios interminables, me llevaron a ver a Copito de Nieve, el gorila albino del zoológico de Barcelona. Después mi madre le dijo al avi que quería comer pescado y fuimos al 7 Puertas, uno de esos grandes restaurantes que dura desde mediados del siglo XIX, y que queda junto al puerto.

Muchos años después, comiendo con un amigo en ese mismo restaurante, y ya sentados a una mesa en el centro de uno de los comedores, le comenté como de pasada al maître lo que recordaba de aquella vez que había estado a los 7 años—y es que reconocí la mesa, en un rincón de ese mismo comedor, donde habíamos comido con mi madre y mi abuelo. Creo que el hombre me leyó la emoción en la cara porque llamó a un par de camareros y nos trasladaron a esa mesa. Es posible que se hayan olvidado de cobrarnos una de las botellas de vino.

(En esa época, con 30 y pico, se me daba por comer y beber demasiado. Los excesos eran corrientes, y no era raro que me tomara botella y media de vino a lo largo de un almuerzo, y quizá un par de brandys después.) (Ahora, me considero un moderado y casi no bebo, como mucho menos, cada vez menos: el tiempo de recuperación de los excesos es mucho mayor.)

El avi Ramiro era querido y apreciado por todo el que lo conocía. Aparte de viajero, era buen comedor, bebedor y fumador. Al parecer, también era jugador. Un poco murri (pícaro), quizá. Con mi primo Pere, hemos especulado si no sería también algo mujeriego (qué palabra antigua, ¿no?), pero como en el momento de esas especulaciones sólo sobrevivían mujeres en la familia, no nos atrevimos a preguntarlo.

Cuando mi madre era pequeña, para suplementar el sueldo de su marido, la abuela Pepita había montado una peluquería. Un día aparecieron unos hombres que dijeron que venían a llevarse los secadores—aquellos armatostes que había antes que parecían turbinas de avión, y hacían casi el mismo ruido. Al parecer, el avi los había perdido jugando a las cartas. Ya dije en otra ocasión que las mujeres de mi familia han sido fuertes, inteligentes, feroces y astutas. La abuela Pepita fue quizá la más feroz de todas, implacable. Baste decir que aquellos hombres no se pudieron llevar los secadores, y el avi tuvo que saldar la cuenta por otros medios. Esta historia siempre causó hilaridad en las sobremesas familiares. Cuarenta años después, la abuela la contaba con la misma indignación con la que la habrá vivido.

Ripoll

Atribuyo mi naturaleza andariega a las caminatas por la montaña de pequeño con mi abuelo materno, y a las que hacía por Juárez con mi otro abuelo. Atribuyo mi nomadismo a la sensación de haber perdido mis casas de referencia, las que habité de chico. Es como si se hubiera cerrado un mundo y no me quedara otra que vagar, deambular, errar por ahí, aunque ya no en busca de esa casa mítica, a la que volver es imposible excepto en el recuerdo. Así, uedo entregarme fácilmente una caminata introspectiva por San Martín, por ejemplo. Mi errancia va más en busca de un simple refugio temporal que me permita leer y escribir. (Mientras escribo esto en mi oficina del IF, llueve; hay poco en la vida que me guste más que, estando bien resguardado, ver llover, oír llover, oler llover.)

En el año 92 me mudé de Estados Unidos a Santiago de Compostela. Ese año pasé la navidad con la familia en Ripoll. Un día me encontré con un par de amigos por la calle y me invitaron a hacer una excursión a la Serra del Boix, la mañana siguiente. Me apunté sin pensarlo. Esa fue la casa ancestral del avi Ramiro, la masía (chacra para los argentinos) donde nació, y yo nunca había estado. Éramos unos cuantos, hombres y mujeres, en tres coches, de los cuales ninguno llegó a lo alto de la montaña donde se encontraba el mas—la casa. No había nieve pero sí había llovido y el camino estaba embarrado. Hacía un frío seco, duro, que cortaba la piel y dolía en los pulmones.

Hicimos el resto del camino a pie. Arriba encontramos el mas en ruinas. (Hace unos años fue restaurado y convertido en un restaurante fino.) Por el lado de dentro de una de las puertas estaban grabados a cuchillo los nombres de la gente que nació ahí desde el siglo XVIII en adelante, creo que mi abuelo fue el último. El paisaje visto desde esa altura, en pleno Pirineo, era larguísimo, montaña tras montaña, todo verde, con el aire limpio y el cielo perfectamente azul. La montaña de enfrente ya era Francia.

Uno de los amigos sacó de su mochila un ananás que peló y cortó con mi navaja suiza (siempre llevo una encima). Comer esa fruta tropical en medio de aquel frío tan áspero fue una de esas experiencias raras en las que uno siente como que está plenamente en dos sitios a la vez, y sin embargo no se siente dividido. Es como sentirse vivir en múltiplos de dos, cada uno entero y completo. Una esquizofrenia suave.

Ayer, mientras trabajábamos, le mencioné lo de las chuletas de cordero a mi socio LZ, y su entusiasmo fue el esperable, o sea, máximo. Tendremos que salir en su busca por Buenos Aires. Si a alguien se le ocurre un sitio, no duden en avisarme.

De ahí fuimos a visitar unas cuevas que habían servido de refugio a forajidos y gente en pie de guerra, desde las guerras carlistas del siglo XIX hasta la Guerra Civil. Después, comimos en un sitio que quedaba en el fondo de un valle, donde el frío era húmedo. El lugar tenía un salón grande, mesas y sillas de madera dispuestas alrededor de una chimenea gigante redonda que recuerdo roja, aunque puede que sea sólo un capricho de la memoria. La chimenea calentaba el ambiente y servía de parrilla para las chuletas de cordero especialidad de la casa. Buen vino, el cordero, all i oli, pan y papas fritas, ¿qué más se puede pedir para comer con buenos amigos? Cuando salimos, a las cuatro pasadas de la tarde, ya estaba oscureciendo.

A veces cuando voy por la calle en plan introspectivo, recordando estas cosas, contándome estas historias, me río solo. Por suerte, con el barbijo ahora obligatorio, nadie ve que me río y no quedo como un imbécil. Por mucho que haya vivido en ciudades de todos los tamaños, y en anonimatos completos, me queda el prurito, muy de pueblo, del qué dirán. Y aunque nadie me conozca en estos paseos hasta la tabaquería del centro de San Martín, prefiero que nadie piense: Ahí va el tarado ese de la barba riéndose solo otra vez. Paranoias mías.

NOTICIAS

1. Ifi, la gata del IF, ha sumado un nuevo nombre a su ya larga ristra de nombres, que tiene que ver con sus actitudes. Ahora se llama Iphigenia Pantufla Romina Gertrudis de Lynch y Piaggio.
2. El lunes trasladaremos lo ya construido de la gran instalación de Leo Zambon al CCK, donde todavía nos queda mucho por hacer. Se nos vienen dos semanas de trabajo intenso, y esto me hace una gran ilusión.
3. Estoy escribiendo un montón. Haré como Baudelaire, anunciando libros que a lo mejor no salen nunca. Por ahora tengo planeados cuatro: uno de los artículos sobre la BiPA que han ido apareciendo en esta Niusléter; otro con los demás artículos que han salido aquí; otro de ensayos; otro que sería algo así como un dietario, con apuntes cotidianos del trabajo y observaciones varias. O a lo mejor todo es un solo libro bien gordo hecho especialmente para molestar a los amigos, que espero que se sientan obligados a leerlo.
4. Estoy volviendo a hacer fotos (directamente en instagram). Pueden echar un vistazo en @colomroger. Siempre en blanco y negro, tienen que ver con detalles encontrados en mi entorno cotidiano.
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