De ahí fuimos a visitar unas cuevas que habían servido de refugio a forajidos y gente en pie de guerra, desde las guerras carlistas del siglo XIX hasta la Guerra Civil. Después, comimos en un sitio que quedaba en el fondo de un valle, donde el frío era húmedo. El lugar tenía un salón grande, mesas y sillas de madera dispuestas alrededor de una chimenea gigante redonda que recuerdo roja, aunque puede que sea sólo un capricho de la memoria. La chimenea calentaba el ambiente y servía de parrilla para las chuletas de cordero especialidad de la casa. Buen vino, el cordero, all i oli, pan y papas fritas, ¿qué más se puede pedir para comer con buenos amigos? Cuando salimos, a las cuatro pasadas de la tarde, ya estaba oscureciendo.
A veces cuando voy por la calle en plan introspectivo, recordando estas cosas, contándome estas historias, me río solo. Por suerte, con el barbijo ahora obligatorio, nadie ve que me río y no quedo como un imbécil. Por mucho que haya vivido en ciudades de todos los tamaños, y en anonimatos completos, me queda el prurito, muy de pueblo, del qué dirán. Y aunque nadie me conozca en estos paseos hasta la tabaquería del centro de San Martín, prefiero que nadie piense: Ahí va el tarado ese de la barba riéndose solo otra vez. Paranoias mías.
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