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UN ANIVERSARIO A CELEBRAR

De recién llegado a Buenos Aires, empecé a escribir un blog titulado Buenos Aires Ideal. No había ironía alguna en el título. Toda la gente que iba conociendo en esa época se quejaba de la ciudad, sin que importara si a la persona que se quejaba le iban mal o bien las cosas, y como por alguna razón, probablemente hereditaria, estoy hecho para llevar la contraria, decidí que había que escribir sobre la ciudad siempre en positivo, siempre con un tono tirando a alegre. Apenas estaba conociendo la ciudad y buscaba el genius loci de la ciudad o de algunos de sus lugares. Siempre estoy a la busca de ese espíritu o sensación de lugar de cada lugar: una de las principales razones de mis caminatas, largas o cortas.

Cuando me preguntan por qué me quedé en esta ciudad, en este país, mi respuesta siempre viene en dos partes: 1) esta es una ciudad eminentemente caminable, y caminar es una parte importantísima de mi existencia; y 2) mudarse a otra ciudad, a otro país, cosa que he hecho varias veces, requiere muchísimo tiempo y energía mental que prefiero gastar en otras cosas: siento que todavía tengo mucho que hacer aquí. La Biblioteca Popular Ambulante (BiPA), por ejemplo, es una obra de poesía conceptual que se hace, en gran medida, a base de caminar, y se ha hecho caminando por Buenos Aires. Es un trabajo dedicado a esta ciudad en esta época.

El martes pasado, 13 de abril, cumplí 14 años en Buenos Aires. (Sí, martes 13; también llegué un viernes 13—a lo mejor por eso me salió tan barato el billete de avión.) Creo que ahora sería incapaz de escribir aquel blog. Digamos que he perdido la inocencia. O uno se vuelve inmune a los encantos y desencantos de una ciudad. O simplemente encontré otras maneras de relacionarme con las calles que voy recorriendo (la BiPA).

El taller de la BiPA, tal y como estaba esta mañana.

Aparte de un par de artículos que recuerdo, no sé qué hay en aquel blog. Soy incapaz de volver a leerme. Carezco de esa clase de ego. O quizá mi ego del presente es tan grande que al volver a las cosas escritas en el pasado no hace más que encontrarles defectos. Puedo decir que leo bastante, y si tuviera el tiempo y la paciencia, probablemente me pasaría la vida leyendo y nunca escribiría nada. En cualquier caso, considero que hay mejores formas de perder el tiempo que leerme a mí mismo. Además, de hacerlo, no podría vivir en paz hasta no haberlo reescrito todo. Uno nunca termina de aprender a escribir.

El otro día, hablando por no sé qué plataforma digital con mi gran amigo y compañero de aventuras literarias, Pep Izquierdo, le comenté que durante la cuarentena pasada me propuse aprender a escribir. Se lo dije así, sin adejtivos—nada de aprender a escribir mejor, o de otra manera. Aprender a escribir a secas. Prosa, se entiende. (Creo que nunca se aprende a escribir poesía. Uno aprende a escribir el poema que está escribiendo. Luego, con el siguiente, hay que volver a empezar, aprender a escribirlo a su vez. Y así para siempre. Puede que uno vaya adquiriendo más recursos con el tiempo, pero también está la trampa de recurrir demasiado a ellos, al punto de que los poemas se vuelvan repetitivos.)

En todos los años que hace que nos conocemos, Pep me ha dicho un par de veces que escribo bien. Uno tiene amigos para eso, ¿no? “¡Qué bien escribes, cabrón!”, me dijo el año pasado. Confío en su juicio porque es un gran lector, en varios idiomas, y porque cuando se pone, es un excelente escritor. (Dos amigos echándose flores.) Cuando le dije lo de aprender a escribir, en esta última conversación, detecté algo de sorna en su mirada. Es difícil leer la mirada del otro en estas videollamadas.

Pero sí, estoy aprendiendo. Nunca fui un buen escritor por dos razones—por pereza y por miedo. Miedo a no saber escribir. Cuando era joven la novela tenía mucho glamour. No sé cómo será ahora. Ser novelista era lo mejor, lo más épico. Creo que terminé siendo poeta porque no se me da muy bien la épica. Y luego, claro, está lo de la pereza. Como dijo John Ashbery en alguna entrevista, los poetas somos esencialmente perezosos. Ahora sigo sin tener nada que contar, y menos lo suficiente como para llenar una novela, pero sí que hay cosas que me interesa decir, y me estoy enseñando a escribir ensayos.

La única forma de aprender a escribir es escribiendo. Y mucho. Escribir, escribir, escribir. Nadie aprende a hacerlo teóricamente, o de la noche a la mañana. Requiere muchísima dedicación. Sobre todo, y lo más difícil, aprender a escribir con claridad. La meta, creo, de cualquier prosa debe ser la claridad, sin rebuscamientos, sin palabrejas cuyo sentido está en el aire y sirven para que se entienda cualquier cosa (como ocurre en la escritura académica de los últimos años). También hay que ir al grano, sin ofuscar, sin darle demasiadas vueltas a la cosa. O sólo las necesarias. Todavía me falta mucho.

La BiPA surgió de mi incapacidad de escribir un poema que me sonara a nuevo, así como me dediqué a la poesía porque no sabía escribir prosa. Sentía que había perdido la capacidad de escribir algo que me obligara a aprender a escribirlo. Mi principal consejo a la gente que escribe poemas: si ya saben escribir el poema en el que están, es hora de terminarlo, abandonarlo, pasar a otra cosa: a otro poema, a limpiar la casa, a dar una vuelta, lo que sea. Cada poema, para serlo, requiere su propio aprendizaje.

Con la prosa, sin embargo, siento que el aprendizaje es acumulativo. Por eso lo de la práctica constante, el entrenamiento. Yo llevo un diario que me sirve de gimnasio para la escritura. Ahí pruebo cosas: cómo contar algo con el menor número de palabras posible, por ejemplo, y me sirve para ensayar diferentes tipos de oraciones, más largas más cortas, pero siempre lo menos enrevesadas que pueda. También siento que hay que entrenar la mano, enseñarla a obedecer las órdenes del cerebro, y éste tiene que aprender a dar esas órdenes, cuáles, cómo, cuándo. La prosa, en este sentido, es más artesanal que la poesía.

Y porque creo en esta conjunción artesanal entre cerebro y mano (que a lo mejor no dista demasiado de la requerida por la masturbación), escribo a mano, y suelo hacerlo con pluma estilográfica. Los borradores, se entiende. Luego lo paso todo por el teclado, algo que detesto y me parece lo más incómodo que hay. (Por alguna razón que desconozco, me dio por escribir el borrador de esta niusléter a lápiz.)

A veces también uso una máquina de escribir, pero es sólo para incluir algo en el Registro.

Escribo a pluma, escribo todo lo que puedo, y gasto mucha tinta. La tinta para pluma no es, que digamos, barata, y aquí la buena es casi toda importada. El otro día, al cargar una de mis plumas, me di cuenta de que a la botella de la tinta negra que más me gusta sólo le quedaba un tercio. Ligera sensación de pánico—si no lo remediaba tendría que escribir con tintas de otros colores. Tengo naranja, tres tonos de marrón, varios de azul, dos de rojo y uno verde, pero prefiero escribir siempre con tinta negra. El lunes, como había ido al centro por trabajo, fui y me compré una botella de mi tinta favorita.

Supongo que cada escritor tiene sus medios e instrumentos favoritos, sus rituales y supersticiones, su manera de convencerse de que ya toca ponerse a escribir. Si esto de la pluma y la tinta negra les parece ridículo, piensen en toda esa gente que se siente incompleta si no tienen una Mac. Yo tengo (las acabo de contar) 14 plumas, una de las cuales, si me la tuviera que comprar hoy, saldría lo mismo que un iPhone. Mi favorita, la que suelo usar a diario, no es esa, pero tampoco es barata.

Bueno, todo esto de la escritura era sólo para decir que cumplo 14 años en Buenos Aires, y que para celebrarlo, me gasté 1200 pesos en un frasco de 50ml de tinta negra. Espero que no me reprochen el gasto, ni el rodeo que tuve que dar para contarlo.

NOTICIAS

1. La otra noche, Ifi, la gata del IF, entró en el galpón a toda velocidad perseguida por otro gato. Yo había oído el griterío previo y había salido a ver qué pasaba. En cuanto me vio, el gato giró sobre sí mismo y corrió en la dirección contraria hasta la escalera que lleva al tejado. Ifi estuvo moviendo la cola, que interpreto como señal de enojo, durante un buen rato. Para desencabronarla, le eché de su comida especial. Luego me tumbé en el sofá a leer, y se estuvo todo el rato encima mío. A Ifi no le gusta el sofá, pero sí la gente que se sienta o se echa en él.

2. Parece que hay que volver a encerrarse. Los escritores todavía no somos considerados trabajadores esenciales. Menos mal. Tendré mucho tiempo para gastar tinta.

3. Hice un video con el último poema. Lo lee FSR.

4. Doña Iphigenia Pantufla Romina Gertrudis de Lynch y Piaggio, siempre tan fina y tan atenta, dice que ella también manda un abrazo a la familia de Miguel.

UN COMENTARIO FINAL

(Que saqué del texto principal de esta niusléter, luego lo quise volver a meter y no supe dónde.)

Uno de los problemas de la poesía es que depende, en gran medida, de cómo sea uno atravesado por el lenguaje, y de qué tan buen filtro sea uno de ese lenguaje que lo atraviesa. Escribir, practicar mucho, es útil, pero no garantía de nada. Con la fotografía pasa algo similar—si uno no tiene el ojo para la luz y sus efectos sobre los objetos del mundo, da igual lo diestro que sea uno con las máquinas.

En cambio, creo que se puede aprender a escribir prosa. Diría que es algo que está al alcance de cualquiera con el tiempo y la paciencia suficientes. Esto no significa que uno, por mucho que practique, llegue a buen novelista o ensayista, sólo quiere decir que escribirá bien, se trate de un informe técnico o de un correo electrónico. Esto me parece de la máxima utilidad. Mucha de la gente que me escribe no tiene la menor idea de lo que está haciendo, y entender lo que están tratando de decir requiere un esfuerzo por mi parte que debería de ser completamente innecesario. Dicho esfuerzo se traduce, claro, en tiempo y en (im)paciencia.

El ensayo pide que uno tenga algo que decir, y la novela algo que contar. Con la poesía, lo que se diga será mucho menos importante que cómo se diga. Con la escritura a secas, como a la que me refiero aquí, uno sólo ha de practicar hasta adquirir una cierta competencia técnica, artesanal. Si luego tiene algo que decir, algo que aporte algo a la conversación general, bueno, ¡qué suerte!

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