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BREVE FANTASMAGORÍA DE BARES Y CAFÉS

Tengo claro que me estoy haciendo viejo. Lo noto en el cuerpo. Me duelen más cosas, ligeras molestias cotidianas, un día en un lado, otro en otro. Podría decir que me aburro con mayor facilidad, pero si lo pienso, siempre me he aburrido fácilmente. Ahora hay muchas más cosas al alcance de la mano para combatir el aburrimiento. No me sirven de gran cosa.

Hace meses que no veo una serie. Me cuesta ver una película completa. Ya lo dije: me aburro. De joven fui un gran amante de la música, sobre todo del jazz. Ahora soy incapaz de escuchar un disco entero. Pero estoy leyendo un montón, con la misma intensidad y curiosidad de cuando tenía veintipico años. Eso es raro. Salgo a caminar entre 5 y 10 kilómetros cada día, me despeja la cabeza, deja fluir las ideas.

Esta semana escribí dos niusléters y parte de una tercera. Hice un poema. Escribí a diario en el diario, y además sumé algunas notas al dietario, una especie de colección de notas sueltas, cosas que se me ocurren, que no dan para un artículo entero—por pereza, supongo. No he descartado las niusléters, pero creo que requieren por lo menos una reescritura más, al menos algunas secciones que me parece que piden más claridad, y no estoy de humor para eso.

Son las 6 de la mañana del viernes 23 de abril de 2021. Llevo una hora dándole vueltas a esos artículos, y no estoy satisfecho. Así que me propongo un pequeño desafío: voy a improvisar uno. Para improvisar, uno ha de empezar siempre con alguno de sus temas favoritos: no se improvisa de la nada. Así que contaré unas cuantas anécdotas de bares y cafés. A ver qué pasa.

1. Barcelona. Rambla de Canaletas. Existe la leyenda de que si uno bebe de la Fuente de Canaletas, volverá a la ciudad. Enfrente, estaba el Bar—adivinen—el Bar Canaletas. A este café acudían los exiliados cuando volvían de su exilio para quedarse o de visita. A mediados de los 80, en un viaje que mi abuela anarquista hizo a Catalunya, se le ocurrió pasar por el café a ver si reconocía a alguien. Y ahí se encontró con una mujer con la que había entablado amistad en 1939, en el barco que las llevó del desastre a México, el Sinaia. Fueron amigas los primeros años en México, luego por cuenta de la supervivencia, las mudanzas, los cambios de ciudad, el trabajo, la familia y otras obligaciones, las vueltas que da la vida, perdieron el contacto y no se vieron más. No había Facebook en esa época, aviso. Cuarenta años más tarde, van y se reconocen en el Canaletas. Ya se imaginarán ustedes el griterío y las lágrimas. Esta abuela, la Ruquita de Hierro, fue una mujer dura que no lloraba nunca, pero en esta ocasión la emoción se la llevó por delante. Me imagino que encontrarse con aquella amiga perdida fue encontrarse con toda su vida de repente en un solo instante, en un solo lugar, reflejada en una sola persona. Por lo último que supe, el Canaletas fue convertido en un Burguer King.

2. Santiago de Compostela. 1993, quizá. Ell Café Derby, muy antiguo, por lo que me cuentan, cerró hace un par de años. A la gente joven no le gustaba el Derby. Les parecía que el personal ahí era demasiado esnob. Además, no es que en Santiago falten bares. A mí me gustaba. Era un buen lugar al que ir a leer sin encontrarme con nadie conocido. Un día estaba leyendo Four Quartets, de TS Eliot. A medio camino, se me saltaron las lágrimas, tan emocionado estaba con la belleza de aquel lenguaje. Enseguida apareció el camarero a ver si todo estaba bien. Le dije lo que me pasaba, se dio media vuelta y se fue sin decir nada. O no le interesó, o le dio vergüenza ajena, no sé cómo interpretarlo. (Iba a ese bar a leer y precisamente para no cruzarme con nadie. Resulta que unos meses antes, alguien le comentó a mi compañera de piso que me habían visto en el Café Suso leyendo el Ulíses de Joyce, que yo era un esnob y un mierdas por andar exhibiéndome en público con aquel libro, y además en inglés (lengua que hablo y leo (aunque no escribo) con la misma soltura que el español). Me dolió ese comentario. Tapé título y autor en la portada, en el lomo y la contraportada del libro con cinta de electricista. Pero también me fui a leer a otro lugar.)

3. Ciudad de México. Años 80. En el centro, me gustaba ir a dos lugares: el Café de la Ópera (existe todavía) y el Salón Luz (ya cerró). En La Ópera me gustaba ir a comer o a tomar algo. Es uno de los cafés más antiguos de la ciudad. En él oí el rumor de que los agujeros de bala que había en la contrabarra habían sido hechos por Pancho Villa. Siempre lo dudé: Villa era abstemio. En el Salón Luz, me gustaba ir a jugar al dominó. Fui un gran aficionado al dominó, un juego en el que, por un lado, se intenta defraudar las expectativas del contrincante, y por otro, cerrarle el paso: enseña a joder al otro y enseña a no ser un resentido cuando lo joden a uno. Por inocuo que parezca, diría que es el juego mala onda por excelencia. A pesar de su nombre, el Salón Luz siempre estaba oscuro. O al menos, la luz que recuerdo era amarillenta y tenue. El humo del tabaco tampoco hacía maravillas para la iluminación.

4. Ciudad Juárez. El Club Kentucky, de los bares de la ciudad, es el más antiguo. Pancho Montes, el dueño, era amigo de mi padre, que tenía una tienda al lado y otra enfrente. Se conocían de toda la vida, los dos habían crecido en la Avenida Juárez. Montes y muchos de los camareros del Kentucky me conocían desde que nací, me vieron crecer, me recibieron como cliente. Viviendo en Estados Unidos, y luego en España, siempre que volvía a Juárez a ver a la familia, me daba una vuelta por el Kentucky. Y siempre, el más viejo de los camareros se acercaba a charlar un rato. Me contaba las noticias de la avenida, de los comercios, los bares, me contaba las noticias del Kentucky, e invariablemente terminaba con la voz triste diciendo: No, joven Colom, el Kentucky ya no es lo que era. El Camarero Melancólico.

5. Valencia. En 1997 nos mudamos a Valencia y alquilamos un piso en la Plaza del Negrito, la más antigua de la ciudad con una fuente de agua corriente. La plaza se llama así porque en lo alto de la fuente hay un querubín de bronce con una pátina muy oscura (la nomenclatura popular). En el bajo del edificio al que nos mudamos estaba, y sigue estando, el Café del Negrito. Por esa época, yo estaba escribiendo el que considero mi mejor poema, Antes el paisaje. Es largo, y me llevó varios meses. Trabajaba en el un par de horas por la mañana y un par de horas por la tarde. Nos habíamos mudado a Valencia porque a Carmen, mi compañera de entonces, le habían ofrecido un empleo ahí. Yo, confiado en que podría insertarme en la vida teatral de la ciudad, me encontré varios meses sin trabajo. Por las tardes, después del rato que pasaba con el poema, bajaba al bar a tomarme un whisky, unos cuantos. Sobre todo cuando Carmen, por trabajo, pasaba días y hasta semanas en Madrid. Un día fui con ella a tomar algo al bar, y Willy, el camarero que siempre me atendía, le dijo de mí: no te preocupes, cuando no puede más, te lo subimos a casa.

6. Santiago de Compostela. 1992. Me mudé a Santiago porque tenía un contrato para dar clases en la universidad por un año. Los primeros días ahí, me instalé en un hostal del casco antiguo. Todavía me duraba el desfase horario por haber pasado de un continente a otro. Una noche, no podía dormir porque en el Obradoiro, a unos 150 metros de donde estaba mi hostal, había un concierto de Julio Iglesias. Me vestí y salí a la calle, pero no para ir al concierto. Me metí en un bar, y hablando con el camarero, se me ocurrió preguntarle si había un lugar donde se juntara la gente de teatro. Me dirigió al Café Atlántico. Ahí, comenzando por esa noche, hice muchas de las amistades y conexiones que me permitieron insertarme en la vida teatral de la ciudad. Extrañamente, a Quico Cadaval, que fue mi socio en el teatro, y con quien siempre he tenido una gran amistad y complicidad, no lo conocí ahí, conde también era cliente, sinoun par de años más tarde, cuando vino a espiar uno de mis ensayos. El Atlántico fue el epicentro, en Galicia, de la narrativa oral, una tradición que Quico revivió en su país. (La última vez que vi a Quico en persona fue en 2010, en Buenos Aires. Lo habían traído para el festival literario del MALBA. Lo raro es que lo trajeran para una sola actuación, un desperdicio enorme, y ni siquiera fue en la ciudad, sino en la casa de Victoria Ocampo en San Isidro. Se lo pasó genial casi, casi, casi escandalizando a las señoras que fueron a verlo. Su dominio del público es asombroso. Las llevaba al borde del escándalo y las volvía a traer, y las señoras no cabían en sí de gusto. Con todo y que conocíamos bien a Quico, y habiendo trabajado con él durante años, José Campanari, otro gran contador, y yo nos mirábamos incrédulos.)

7. Madrid. 1999 o por ahí. Un bar en el que sólo estuve una vez. En ese lugar, los domingos por la noche, tenían sesión de cuentos. No sé por qué este género se considera más para niños. Yo nunca conté una historia que le pudiera interesar a un público infantil. Me habían invitado a contar en este bar, e hice el set habitual, con historias de Juárez: sexo, drogas, violencia. (Pocos años después, con todo lo que pasó con los asesinatos de mujeres y las guerras de las drogas en esa ciudad, ya no me sentí capaz de contar aquellas historias, que eran de otra época y partían de un sentido del humor particularmente juarense, duro, sin piedad.) El público de aquel bar, adulto, estaba acostumbrado a que le contaran historias de amor, historias tiernas. No era, ni es ahora, lo mío. Yo conté mis historias salvajes (por contexto, diré que alguna gente las asociaba con lo que hacía Tarantino), y me lo pasé bien. A una parte importante del público no le gustó nada, y creo que tampoco le gustó que yo disfrutara de su incomodidad. Se quejaron. Yo les pregunté a las chicas que hacían la programación por qué me habían invitado, ¿no conocían a su público? Me respondieron que me habían invitado precisamente porque lo conocían. (Por cierto, ese mismo día, había ido a comer un cocido en la Latina con Quico y Evaristo Calvo, actor. Volviendo al hotel, llenísimos y medio borrachos, yo necesitado de una siesta urgente, vimos pasar, por delante de nosotros y a toda velocidad, a un tipo que llevaba una cámara de fotos enorme. Paramos. Acto seguido, un tío alto y rubio, probablemente un turista, pasó corriendo en clara persecución del otro. Y detrás de éste, otro, con un cuchillo de cocina en la mano. Nosotros nos miramos, y seguimos andando. La vida en Madrid, un domingo por la tarde, a la hora de la siesta.)

8. Kansas City. 1989-90. De recién llegado a Lawrence, Kansas, donde está la universidad, conocí a Bill Hoag. Él me presentó a sus amigos, todos altísimos. Yo era un hombre en miniatura a su lado. (Hey, Jeff, hope you’re reading this.) Algunos viernes, nos subíamos a un Cadillac enorme de los años 70 y nos íbamos a Kansas City a escuchar jazz a los bares. Había buena movida. Oíamos un set o dos en un sitio, y luego pasábamos a otro, y así hasta las 2 de la mañana, cuando todo cerraba. De ahí nos íbamos al sindicato de músicos, que estaba en un barrio bastante duro, a oír a los músicos improvisar y tocar en distintas combinaciones. Una noche, había entre el público una familia negra: la abuela, padre, madre, dos niñas y un chico de unos 16 años. El chico llevaba un saxofón. En un momento dado, el padre fue a hablar con el pianista, que era el que manejaba la cosa. Le preguntó si su hijo podía tocar. El pianista invitó al chico y le preguntó que pieza le apetecía. El chico, para sorpresa del pianista, pidió “Night Train”. Ese chico, cuyo nombre nunca supe, nos dejó a todos como nuevos. Increíble como tocaba. (Antes, habíamos llenado el baúl del Cadillac con varias cajas de latas de cerveza, que era mucho más barata del lado de Missouri que del lado de Kansas. No eran ya para esa noche, sino para el finde siguiente. Se nos ocurrió volver a Lawrence por carreteras secundarias. Era ya de madrugada. Nos paró el sheriff, y nos hizo vaciar todas las latas al borde de la carretera.) (Bill, no sé si te acordarás de esa noche.)

9. Buenos Aires. 2012-2013? Un mediodía, se nos ocurrió a Leo Zambon y a mí ir al bar del Hotel Plaza a tomar unos manhattans. Íbamos con nuestra ropa de laburantes medio punks, o sea que no sabíamos si nos dejarían entrar. Nos dejaron. Nos sentamos a la barra y pedimos. Cuando el jefe de camareros nos oyó dando instrucciones acerca de la preparación precisa de los manhattans, vino y nos atendió él. Lo que yo entendí es que esos camareros estaban orgullosos de sus habilidades barísticas (elitismo popular) y les gustaba tener clientes que sabían lo que tomaban y lo disfrutaban, aunque tuvieran mala pinta. O una pinta, digamos, inhabitual para el lugar. Nos tomamos un par. Siempre hay que tomar dos: el segundo es para ver si el primero estaba realmente bueno, o sólo era que había sed. El segundo también estaba bueno. No habíamos almorzado. Salimos medio titubeantes del bar. Contentos, creo que se dice.

Me estoy haciendo viejo, ¿no?, contando, como los viejos, todas estas batallitas. Espero que me haya salido sin la melancolía de aquel camarero del Kentucky. Pero bueno, uno de los otros textos que escribí esta semana va sobre los entresijos de la escritura de los poemas. Tenía ganas de algo más ligero. De estas historias hay montones, pero quedan para otro día. Me levanté de mal humor, y ahora estoy de buenas, habiendo visitado y saludado algunos lugares y momentos que perviven en mi recuerdo de manera alegre, variable, fantasmagórica.

NOTICIAS

1. El sábado pasado me di cuenta de que le conozco bien la voz a Ifi, la gata del IF. Salí del edificio y no había caminado 5 metros cuando la oí: maullaba sin parar. Esa es Ifi, pensé, dudé. La busqué y la encontré en lo alto de la barda de la casa de enfrente, que tiene unos pinchos agudísimos. Ifi estaba como paralizada entre los pinchos, sin atreverse a saltar (es alta la barda), ni al suelo, ni al árbol que tenía delante. Fui a buscar una escalera, y cuando volví ya había saltado al árbol, de donde tuve que bajarla. (Quizá debería unirme a los Bomberos Voluntarios de Villa Lynch.) Ifi estaba bastante asustada, como encogida. Cuando la metí en el galpón parecía como si lo desconociera. Para tranquilizarla le puse de su comida especial.
El lunes por la noche volvió a ocurrir lo mismo, pero la bajé directamente de la barda.

2. El otro día vi a una mujer relativamente joven (30 años, quizá) que llevaba unas botas que parecían recién estrenadas. Lo que me llamó la atención es que las botas tenían plataformas como de 15 centímetros. Pensaba que esta moda había sido superada.

3. Hay un poema nuevo.

4. La vez pasada me olvidé de poner el enlace al video nuevo.
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