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El viernes pasado caminando por la avenida Santa Fe vi una larga larga fila de mujeres que llegaba hasta la esquina pero no estaba claro dónde comenzaba. Una fila de impecable protocolo, con dos metros de distancia entre una y otra ¿qué sería? ¿Un vacunatorio? ¿Algún tema bancario? ¿Una oferta de supermercado? Seguí adelante para ver qué pasaba… y era la tienda Zara. Mujeres esperando con la debida paciencia para comprarse ropa, obviamente porque llegó el frío y tal vez las tomó desprevenidas. No me pregunten por qué pero la imagen me animó. Gente con entusiasmo. Comprarse ropa, ya sabemos, te cambia el humor.



La humildad es la capacidad de prestar atención y no perder la paciencia.
—Simone Weil



 

Columbo (1971–2003) ha sido una de las mejores series policiales de la historia. La tenemos presente hasta el día de hoy por su ingenio y la particular configuración de su personaje. Columbo era un teniente de la policía de Los Ángeles. Sus casos estaban lejos de las zonas marginales de la ciudad; siempre tenían que ver con personas adineradas que vivían en los barrios elegantes, jugaban al golf o eran dueños de equipos de fútbol. En medio de ese glamoroso contexto aparecía Columbo —el inefable Peter Falk— vestido con un impermeable raído y al volante de un cochambroso Peugeot 403, que ya entonces era una especie de reliquia.

Al comienzo de cada episodio el espectador veía con todo detalle cómo alguien cometía un asesinato y organizaba una perfecta coartada para, como dicen ellos, “salirse con la suya”. Tal era el aspecto y el modo humilde de Columbo que muchas veces lo confundían con un repartidor o alguna persona de servicio. Nada lo ofendía. Por su genio y perspicacia, casi de inmediato detectaba quién había sido el asesino, solo que no le sería fácil demostrarlo. En eso consistía la serie: cómo haría Columbo para probar que la persona más impensable era el culpable. ¿Cómo lo lograba? Se hacía el estúpido.

Interrogaba a su candidato y con su mejor cara de estúpido afectaba creer todo lo que el otro le decía; le hacía preguntas al parecer triviales, aceptaba sin vacilar las excusas que le ofrecían y entonces se despedía no sin antes disculparse por la molestia. Un estúpido. Ante un interlocutor tan fácil, el perpetrador iba poniéndose cada vez más cómodo; el policía le parecía tan manejable que comenzaba a divertirse y por lo general hablaba demasiado. Estaba contento, tenía la batalla ganada. Entonces venía el momento clásico de la serie. Columbo ya se había despedido y partía. Al llegar a la puerta se detenía y llevándose la mano a la frente como si se le hubiera cruzado un pensamiento repentino se volvía a su anfitrión y le hacía una última pregunta. Ésa era la pregunta que borraría la sonrisa satisfecha del asesino. Algo que parecía una tontería era la punta de un ovillo que desenmascaría toda la operación.

 

Este homenaje a Columbo se concentra en su capacidad para hacerse el estúpido, es decir, para volverse transparente, desaparecer como adversario. Requiere una particular grandeza lograr algo así. Hay que estar muy seguro de uno mismo para transmitir esa imagen y no tratar todo el tiempo de mostrar al mundo las propias virtudes. Algunos de los grandes escritores lo hacen. Marcel, el narrador de la obra de Proust, se porta como un estúpido la mayor parte del tiempo, sobre todo cuando es joven y está enamorado. Y por supuesto de niño, desesperado por el beso de su madre. Mientras tanto a su alrededor florece una sinfonía coral de personajes fascinantes.

Hans Castorp, el protagonista de La montaña mágica, la novela de Thomas Mann, se presenta como un joven anodino y sí, también bastante tonto. Está en medio de una institución de lujo poblada de artistas, filósofos que debaten sobre los grandes temas, mujeres misteriosas y una dosis de realeza. Tanto él como Marcel ambulan por esos magníficos territorios desde un costado y dejan brillar a los otros. Carlos Swann, uno de los personajes de Proust, en cierto modo hace lo mismo en otro registro: el orden social. Swann se codea con la más alta aristocracia de París y es codiciado en los salones más encumbrados, pero cuando visita a la familia de Marcel, burguesía acomodada pero burguesía al fin, nada en su conversación revela que viene de cenar en casa de Tal princesa. Del mismo modo, nada le impedía un rato antes coquetear con una mucama del palacio.

Por supuesto no todos los grandes escritores hacen eso. Philip Roth, Emmanuel Carrère, el mismo Nabokov, ellos están siempre al frente de sus historias y rutilan con todas sus luces. Y sí, son geniales. También es cierto que hay escritores a los que uno admira y escritores a los que uno ama. No puedo definirla con exactitud pero creo que hay una enseñanza en esto. Me refiero a la capacidad de cerrar una puerta existencial, domar esa tendencia a celebrarse a uno mismo especialmente ante los otros, callarse la boca y mirar alrededor.

 




Odio todo

Odio a los vendedores de libros que no aman los libros. Me pasa a veces que pregunto por un libro y la persona que me atiende jamás lo oyó nombrar. Tengo que deletrearle el apellido del autor, a quien se ve que tampoco conoce. En toda librería sin embargo siempre hay alguien que sí sabe y por lo general está atendiendo a otro. Pero eventualmente se acerca, conoce el libro y sabe dónde está. En una época todos eran así. No eran vendedores de libros sino libreros. Héctor Yanover. Natu Poblet. O escritores, como el mismo Luis Gusman cuando trabajaba en Fausto. Comprar un libro era una fiesta.




 

Palabras

“¡Cómo hay que ser novicio para creer que revelar ingenio y razón es un medio de hacerse acoger bien en la sociedad! Muy al contrario, eso despierta en la mayoría de las personas un sentimiento de odio y de rencor, tanto más acerbo cuanto que el que lo siente no está autorizado a declarar el motivo, además; se lo disimula a sí mismo. De dos interlocutores, en cuanto uno observa y comprueba una gran superioridad en el otro, deduce tácitamente y sin tener la conciencia muy escrupulosa, que este otro observa y comprueba en el mismo grado la inferioridad y el espíritu limitado del primero. Esto excita su odio, su rencor, su rabia más amarga.”

Arthur Schopenhauer




 

Qué hay para ver

Algunas piezas de oro de la televisión ya no están disponibles para ver. Una de ellas es precisamente Columbo, de quien hablamos más arriba. Pero omití un detalle: el primer episodio de la serie fue dirigido por Steven Spielberg. Y algo más: Peter Falk no fue la primera opción para el papel. Antes se lo ofrecieron a Bing Crosby, quien lo rechazó. El personaje mismo está basado en Petrovich, el detective de Crimen y castigo, la novela de Fiodor Dostoievsky.

Una especialista en esta clase de información que firma como Hannah Warner (tal vez un seudónimo temático) cuenta detalles divertidos de la historia de la televisión. Por ejemplo que Frank Sinatra apareció en un episodio de Magnum P.I. en el papel de un policía de Nueva York. Magnum ¿recuerdan? ¡Tom Selleck!

Cuenta Warner que Lisa Kudrow, quien hacía de Phoebe en Friends, hizo una audición para el papel de Roz en Frasier. De hecho obtuvo el papel, pero la echaron antes de que se filmara el piloto. Frasier, con Kelsey Grammer, otra gran pérdida.

La princesa Estefanía de Mónaco se postuló una vez para hacer una aparición en un episodio de Miami Vice, el policial de los años 80, pero no la aceptaron. Andá a saber. Sarah Jessica Parker tuvo como Carrie Bradshaw 25 amantes a lo largo de Sex & the City, pero hizo incluir una cláusula en su contrato que le permitía llevar puesto el corpiño siempre, incluso en las escenas de sexo.

Tengo más información trivial como ésta, pero por hoy es suficiente. Solo agregaré que Perry Mason, protagonizado por Raymond Burr en los años 50 y 60, solo perdió tres de sus 271 casos.



 

 

Modales

El otro día una editorial me envió un libro de regalo. Me tocan el timbre, debo bajar porque tienen el auto mal estacionado; coloco barbijo, calzo un par de zapatillas y tomo el ascensor. La persona en la puerta tiene el sobre del libro bajo el brazo y en lugar de pedirme una firma me pregunta mi nombre y luego el número de documento. ¡El número de documento para recibir un libro de regalo! Registra los datos velozmente en un celular y como si todo esto fuera poco me pide permiso para sacarme una foto. ¿Una foto? No entendí el trámite. A la foto me negué de plano. Solo entonces me dieron el libro, dentro del sobre, envuelto en celofán, recién publicado; no me muero de ganas de leerlo.

 

 


 

Estilo

Lana, cashmere, angora, paños, tweed y por supuesto los milagros sintéticos de la tecnología en la indumentaria. Te guste o no el frío, es agradable reencontrarse con esa zona del placard que estuvo clausurada durante meses y que en algunos casos te sorprende con sweaters que habías olvidado, camperas que sin darte cuenta extrañabas, la multifacética parafernalia de prendas de abrigo que podés combinar, reformar, encimar en capas superpuestas y en algunos casos descartar. También es agradable comprarte ropa nueva, como las chicas de la avenida Santa Fe. Veremos qué estilo surge en las condiciones actuales, con piezas sólidas y amigables; cómodas pero sin perder la compostura, ya sabemos. El frío está lleno de recursos y accesorios: guantes y bufandas, gorras y sombreros, medias confortables y atención, barbijos cada vez más sofisticados.
 

 


 

A propósito

Me encantó descubrir que Schopenhauer consideraba una necedad mostrarse socialmente brillante. Lo afirmó en su estilo virulento y casi dos siglos atrás. Su libro, dicho sea de paso, se llama El arte del buen vivir, traducido a veces como El arte de ser feliz. Paradójico en un filósofo que tiene fama de “pesimista”. Si te agradó este envío te invito a colaborar con su mantenimiento, como quieras y como puedas. Mirá.
 


Nos encontramos el domingo que viene a las seis.

Como dicen los meteorólogos en los medios, abríguense.

Cecilia

 

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