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Las dos veces en la vida que he atravesado depresiones importantes, supe que la única manera de salir de ellas era cambiando de vida. La primera vez fue por una mezcla de intuición y experiencia, la segunda más por experiencia. No sé cómo serán las depresiones de otras personas, ni puedo saber su causa, así que lo que diga aquí no debe tomarse como un juicio de valor, ni un juicio estético, y menos todavía como una fórmula infalible de salida del atolladero. Walter Benjamin, en “El narrador” (1936), habla precisamente de la pérdida de valor de la experiencia. Cabe añadir que en una cultura en la que el valor está puesto en la juventud, la experiencia no tiene espacio, nadie tiene tiempo para la experiencia. En otras palabras, este texto carece enteramente de valor, y allá ustedes si quieren dedicarle unos minutos de su juventud, de su eterna juventud.
No soy joven, ni me interesa volver a serlo. Estoy en paz con mi edad, con los achaques ganados en una vida ajetreada y batallada. Esto no significa que me quede al pairo. No hay nada que me guste más que aprender y probar. Lo distinto, quizá, sea que la experiencia me guía, me muestra los caminos: más los que no he de tomar que los que sí.
Una característica que esas dos grandes depresiones que atravesé tienen en común fue la de sentirme atrapado. Padezco de una especie de claustrofobia (quizá por eso encuentro necesario autofigurarme como nómada), claustrofobia en el sentido de no soportar los lugares cerrados y reducidos (en el 2001 me negué a subir a las torres gemelas por miedo a los ascensores, meses después el problema de esos ascensores en particular dejó de existir) (una vez me quedé atrapado en un ascensor, piso 17, y cuando lo abrieron, me encontraron hecho un ovillo; sólo concentrándome, cerrándome sobre mí mismo pude evitar el ataque de pánico) (normalmente, cada vez que tomo un ascensor, siento cómo me aumenta el ritmo cardíaco, pero soy capaz de controlarlo), y claustrofobia en el sentido de que me he llegado a encontrar en situaciones de vida que me daban la sensación de estar encerrado, atrapado en un lugar en el que ya no quería estar. Uno se mete en esas situaciones y luego cuando quiere salir, no sabe cómo. Las dos veces, llegó un momento en que sentía que debía huir o morir. Así de drástico. No del todo sorprendente fue que nada más salir de esas situaciones, encontré que me volvía el entusiasmo por, las ganas de hacer cosas, de vivir, y de sentirme vivir. Magia.
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En una de estas ocasiones, mi madre me recomendó ir a ver a un psiquiatra para que me recetara algo. Pero mi alergia a las multinacionales (Big Pharma, en este caso) me salvó de caer en esa trampa. Aparte de las habituales nicotina y cafeína, las drogas no son lo mío. No he dejado de tomar alcohol, pero siempre cada vez menos y con menor frecuencia. Sabía que la solución no era drogarme para seguir en el mismo lugar, sabía que había que salir de ese lugar, y si lo aprendí de algún lado fue de la experiencia de escribir poemas.
Lo que se nos ha vendido con esto de las drogas—tanto desde la derecha como de la izquierda, por utilizar estas clasificaciones ya poco útiles—es la idea de que podremos ver la realidad, el mundo, de otra manera. Como poeta, me interesa más la idea de encontrarme con el mundo con los cinco sentidos en su estado, digamos, normal. (Ya dije que no juzgaría: otra gente puede hacer lo que quiera. No tiene sentido decirle a los demás lo que tienen que hacer ni cómo, a lo sumo me atrevo a contar mi propia experiencia. Si luego a alguien le resulta útil, bien.) (Como a nadie le gusta que le digan lo que tiene que hacer, soy de la muy humilde opinión de dejar que la gente la cague por su cuenta.) (Rara vez parece necesario meterse entre las patas de esos caballos, como decían en mi pueblo.) (Juárez, cuando yo vivía ahí, era un pueblo. Uno muy grande.) (Por otro lado, hay gente que pide ayuda, y si se interpreta que no es sólo para llamar la atención, sería inhumano no prestársela. Cuando sólo se trata de un reclamo de atención, hay que apartarse lo antes posible. Es mala idea meterse entre las patas del narcisismo ajeno. El propio ya llega.) (Basta de paréntesis, o como gusta decir en el teatro, apartes.)
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Antes de tanto aparte, decía que lo de cambiar de vida lo aprendí por medio de la escritura de poemas. Noté que cada vez que me mudaba a otra ciudad, mi manera de escribir cambiaba. Poncho Martínez me lo dijo hace muchos años en Valencia: “Te cambió el acento.” Y eso es exactamente lo que pasa. Nunca ocurre de manera instantánea, sin embargo. Aclimatarme a un lugar nuevo puede llevarme un par de años, uno como mínimo. Con esa aclimatación viene el cambio en los poemas, en sus asuntos, su tono, su estructura. La portada de Poemas de Buenos Aires pone que van del 2008 al 2015. Recuerdo que durante el primer año que viví en Buenos Aires , 2007, los poemas todavía tenían el sabor de Valencia, hasta las imágenes que tenía en la cabeza al escribirlos eran valencianas. Luego me fui acostumbrando a esta ciudad, fui interiorizando sus calles, su lugares, su lenguaje y sus códigos. Los poemas empezaron a salir distintos. He notado que esto también pasa si uno vive en una ciudad grande y cambia de barrio. De esa experiencia viene el poema-instructivo Buenos Aires Tour (Super Lento).
Fue al darme cuenta de estos cambios que adopté la idea de que si quería cambiar mi manera de escribir, debía cambiar mi vida. De ahí extrapolé que si me sentía atrapado en una situación, debía irme, dejarla en el pasado. De aquí a darme cuenta de que necesito cambiar de vida porque los poemas están saliendo de otra manera puede ser un salto lógico, pero no me suena descabellado.
Ahora los poemas que hago están empezando a cambiar, a salir en direcciones inesperadas. Lo empecé a notar el invierno pasado. Y es posible que esas búsquedas poéticas surgieran de la necesidad de efectuar cambios en otros aspectos de mi vida. Esto resulta más benigno que una depresión, y creo que también es más fácil de interpretar. Mirando atrás veo que sentía esa necesidad de cambio, y que lo iba posponiendo, o eludiendo. Así que salió todo por el lado de los poemas.
Ahora, más consciente de todo esto, estoy haciendo otros cambios vitales, y diría que algo en los poemas, e incluso en mi actitud hacia cómo hacerlos, lo refleja. Aquí creo que estamos pisando un territorio huevo/gallina: ¿qué viene antes, el cambio en la vida (la manera de vivirla) o el cambio en los poemas? Estoy ocupando la posición de rata de laboratorio y observador (sub) científico al mismo tiempo. En el diario voy anotando ideas, sensaciones, estados de ánimo, cachos de poemas, versos sueltos y lo que sea que me pase por la cabeza. Lo que sigue es un ejemplo:
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