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No sé cómo será en otros barrios; en la calle Florida los bares como el Florida Garden y el Classic BA han sacado sus mesas a la vereda como indica la ley y ahora, además de sus correspondientes sombrillas, agregaron sistemas de calor. Poderosas estufas en los techos exteriores y unas torres con espíritu de salamandra que desde lugares estratégicos de la vereda emanan calor. En la confitería vecina fueron más espectaculares: varias torres metálicas con un tubo interior transparente albergan llamas vivas de fuego que arden como en las cuevas prehistóricas; se encienden en cuanto el sol desaparece y queda el lugar librado a los elementos. Una nueva escena urbana, un toque festivo.



Siempre sostuve que si algo no funciona en tu pelo, algo no funciona en tu vida.
—Morrissey



 

 

Debo admitir que comienzo a reconciliarme con mis canas. Disculpen que siga con este asunto pero no me parece un tema menor. Al menos para mí. Recién levantada una mañana, distraída, somnolienta, me vi sin querer al espejo y de pronto me gusté. El pelo está más largo; tal vez se acomodó por su cuenta, aceptó mi cara y se calmó. Venía demasiado vigoroso, tenía que aplacarlo con un par de hebillas. Ya no. Aunque no tiene un buen corte —no tiene corte alguno, creció como quiso— de algún modo se ve mejor. Es la primera vez en mucho tiempo que no sufro al mirarme al espejo. Ahora le creo a la señora del minimarket, al encargado del edificio, a las chicas de la farmacia, al quiosquero de enfrente: me queda bien. Es cierto. Me queda bien, pero no es gratis.

 

A lo largo de este centenar de envíos quedó claro que tengo un millón de años. Pero de algún modo venía logrando, en mi módica medida, la que siempre fue mi ambición desde que noté que el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos. Mi ambición era encontrar el secreto de las actrices de cine de los años 40: Gene Tierney, Barbara Stanwick, Ingrid Bergman. Cuando digo “encontrar el secreto” —salvando las distancias— solo quería lograr, como ellas, ese tipo de cara que no tiene ninguna edad. Esas actrices, Joanne Crawford, Lana Turner, Ava Gardner, vistas en los términos actuales, podían tener veintitrés años o cuarenta y cinco, imposible saber. Eso era lo que quería y lo que en cierto modo venía logrando: no tener ninguna edad. Mayor, es cierto, pero sin edad.

 

Yo entraba a trabajar en una radio y el primer día pensaba: el dueño de esta radio podría ser mi hijo. Pero solo a mí se me ocurría algo semejante. Yo no tenía edad y a nadie le importaba. El pelo blanco cambia el juego en forma radical. A las mujeres jóvenes les da un nuevo brillo y una sofisticación exquisita: se vuelven platinadas. Con las mujeres grandes es diferente. Ya no alcanzan las buenas cremas y los trucos del maquillaje. No somos chicas platinadas como Mary Peggy Betty Julie caminando por New York. Y tampoco contamos con ese pelo castaño lleno de luz, un matiz que solo podía lograr mi amiga y asesora Gloria G. no por nada declarada The Best! Todo cambia: el maquillaje se reduce al mínimo porque estamos muy en el borde. Y el pelo, por sano y exuberante que se vea, te delata, te ubica en el tiempo, te desafía. Es una forma de desnudez que no pensaba volver a sentir a esta altura de la vida. Una vez más me veo en la necesidad de redefinir, reconfirmar una identidad. Quién sos. Ya no hay trucos que valgan. Ahora sí tenés que ser alguien para sostener ese aspecto, no queda otra. “Ser alguien” en este caso significa metabolizar la información universal que proporcionan tus canas y neutralizarla. O más simplemente, poder mirarte al espejo y no llevarte un disgusto. Al contrario.

 




Odio todo

Ya sabemos que los medios viven de la publicidad y a nadie que trabaje en los medios se le ocurriría criticar un aviso. Pero hay algunos que ponen a prueba tu paciencia y al parecer nunca se dan de baja. Un solo ejemplo: La nena que ama a su mamá porque le hace fideos ya debe estar por recibirse de abogada. ¿Cuántos años hace que ese aviso está en el aire? El problema no es tanto la permanencia como el texto del aviso. Me pregunto quién lo habrá escrito. ¿Milan Kundera? ¿Siri Hustvedt? No esperen que lo repita acá. Si nunca lo escucharon, mejor.




 

Palabras

“Todos aspirábamos a convertirnos en escritores famosos lo más pronto posible. Después de la publicación en Nueva York de The Sun Also Rises (Fiesta), de Hemingway, Ernest se convirtió en el primero y más famoso de los escritores norteamericanos exiliados. Recuerdo el revuelo que causó su personal estilo de escribir: saltaba a la vista que sus personajes, como el mismo Ernest, eran de una masculinidad desproporcionada. […] Tenía un talento especial para escribir poniendo el énfasis en lo físico, un estilo que surgía de sus sentidos. Fue algo de su exclusiva creación y sin embargo muy pronto influyó en la creación literaria varonil de los Estados Unidos. Había introducido en sus novelas la naturaleza europea en todo su esplendor, luego se enamoró de las corridas de toros españolas y se identificó con los toreros; más tarde, en África, se dedicó a la caza mayor por la que sentía una pasión sangrienta. En una carta me dijo que le gustaba cazar porque le gustaba matar. Era un profesional del exceso. Se casó cuatro veces y a cada esposa le enseñó cómo disparar y sobrevivir en safaris. Cuando por último se mató de un escopetazo fue el melodrama definitivo de una existencia espectacular.”

Janet Flanner

 



 

Qué hay para ver

Tras mi berrinche de la semana pasada sobre los vendedores de libros, el lector Daniel Monayer tuvo la gentileza de recomendarme algunas buenas librerías:

Witolda, en San Telmo

Guadalquivir, en Callao casi Marcelo T. de Alvear

El banquete, en La Pampa 2508

Y yo por mi parte agrego mi amada Kel, en Marcelo T. de Alvear al 1300, donde encuentro los libros en inglés de mis autores preferidos.

Monayer escribe todo con minúscula, sin acentos y casi sin espacios. Me encanta ese estilo: austero y displicente, como si dijera no me molestes, no tengo tiempo. Las mayúsculas y los acentos entonces corren por mi cuenta. ¡Gracias, Daniel!



 

 

Modales

En una mesa al aire libre almuerzan una mujer y dos hombres. ¿Ella, el marido y el padre? Posiblemente. O tal vez el suegro. No importa. Cualquiera sea la combinación, ella habla habla habla. No es estridente, no cambia el tono, no molesta en realidad, pero habla habla habla. Miro a los dos varones: comen tranquilos, no parecen ansiosos por participar. Es ella la que habla habla habla. Qué descansada vida, pienso, la que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda, ya sabemos. Éste es un ruido mundanal y amable, casi una letanía, el arrullo de una vida descansada para los demás porque es ella la que habla habla habla.

 

 


 

Estilo

Se ha perfilado con toda claridad el que podríamos llamar “Estilo Zoom”, natural de la pandemia: es el buzo con capucha. Nombre científico: canguro. Reuniones formales de trabajo, charlas, contactos sociales, celebraciones, todos estamos en casa. Con un lindo buzo, eso sí. De buena calidad y color vistoso. Cómodo pero no doméstico: el buzo proviene de la zona del deporte; sugiere energía y movimiento. Y es muy sentador.

 



 

A propósito...

Janet Flanner fue una periodista estadounidense contratada por la revista The New Yorker como corresponsal en París. Eran los años 20: la época de oro. Aguda y brillante, se reunía con Djuna Barnes, Pablo Picasso, Ezra Pound, Gertrude Stein, toda esa banda. Lo de Ernest Hemingway es una mínima muestra. Tal vez vuelva a visitarla más adelante. Mientras tanto te invito a colaborar con el Club del Viejo Smoking para mantenerlo vivo y de buen humor. Si te interesa, mirá.
 


Acá me despido hasta la semana que viene.

Como dijo Gertrude Stein, una rosa es una rosa es una rosa.

Los espero el domingo,

Cecilia

 

 

Todos los domingos voy a escribir acá sobre una forma diferente de llegar a viejo.
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