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Pecola, protagonista de la novela Ojos Azules de Toni Morrison, rezaba todos los días a Dios para que le concediera unos ojos azules. Pecola, una niña afroamericana, pensaba, no tan ilusamente, que si sus ojos fueran azules, sus problemas desaparecerían como por arte de magia. Pecola había crecido en un lugar, Ohio, y en un tiempo, la Gran Depresión, en el que las muñecas, las cantantes y las actrices no se parecían, pero nada, a ella.
Yo nací en México y, como muchos, crecí viendo películas hollywoodenses, con escenarios como Nueva York, Los Ángeles, París o Londres y no Jalapa, Villahermosa, Lima o Asunción. El libro de Morrison me enseñó que pueden existir abismos entre la cultura mainstream y quienes estamos expuestos a ella y que esto no es poca cosa. Es obligar a las personas a habitar un mundo que no está hecho para ellas.
Pensaba que el racismo existía solo cuando iba dirigido a afroamericanos, que los policías comían siempre donas, nunca tacos, y en ese proceso llegué a creer en el sueño americano. Por muchos años, mi experiencia sobre México y América Latina llevó filtros estadounidenses. Interioricé estereotipos hasta convertirme casi en la misma caricatura que, según aquellos directores y escritores, significaba ser mexicano.
Cuando empecé a ver el cine mexicano más taquillero, me encontré con el mismo problema: estereotipos y caricaturas al servicio de unos pocos. El caso paradigmático para mí fue Nosotros los Nobles (2013), una película tremendamente exitosa con una supuesta conciencia social, pero donde los únicos personajes que se transforman son sus protagonistas adinerados, el resto son una especie de muñecos folclóricos, al servicio de los primeros.
Pero, a pesar de las decepciones, abrir mis horizontes cinematográficos tuvo recompensa. Descubrí películas como la mexicana La Jaula de Oro (2013), que logra hablar de las diversas realidades con sensibilidad, y otras como Parásitos (2019), que sentí cercana a pesar de hablar sobre Corea del Sur. Incluso me identifiqué con éxitos comerciales mexicanos como los filmes de Luis Estrada o Güeros, de Alfonso Ruizpalacios. Hasta caí en la saga de Marvel con Black Panther.
La hegemonía del cine estadounidense en nuestro imaginario colectivo es innegable. En 2019, solo el 9.2% de la taquilla nacional fue a películas mexicanas y las diez películas más vistas en ese mismo año fueron todas estadounidenses. Pero esto no es un alegato contra Hollywood, lo que me gustaría ver es cómo se crean más espacios para audiencias diferentes. Cines que resuenen con una mayor cantidad y diversidad de personas. He escuchado muchas veces una frase que dice que un país sin un buen cine nacional es como una casa sin espejos. Las paredes de México todavía están desnudas.
Así como ver casi exclusivamente cine de Hollywood me limitó, ver otros cines, otras miradas, otras historias, fomentó una curiosidad más sana y, espero, rompió con más de una caricatura en mi cabeza. Me introdujeron a personajes a los que tal vez nunca habría prestado atención, lugares a la vuelta de la esquina que nunca habría considerado. Por eso creo que un cine más plural, una casa con más espejos, puede evitar que niñas como Pecola continúen pensando que los ojos azules son la solución a todos sus problemas.
Jorge Varela
Asistente de redacción
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