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TORMENTA ADENTRO

Hablar del tiempo está mal visto. Se considera superficial. Uno sube al ascensor y le dice a la persona desconocida que viaja con él: Uf, cómo llueve, ¿no? Superficial. Uno va a la panadería y comenta que hoy hace mucho calor. Superficial.

Pues, no, no lo es. El clima es el tema perfecto para hablar en esos momentos, con gente que uno no conoce o sólo conoce porque le compra el pan. Porque uno en realidad no está hablando del clima. Bueno, sí. Pero no importa. Uno lo que está diciendo, en realidad, es: soy una persona normal, no soy una amenaza, ¿ve usted cómo podemos charlar unos momentos sin que pase nada, sin antagonismos? Muchas de nuestras comunicaciones cotidianas son de este tipo. La información superficial que se comparte no tiene importancia, la que sí lo tiene es esa otra: soy una persona amable, soy un cliente tranquilo. ¿De qué va a hablar uno en la panadería, de las causas profundas de la inflación, mientras le ponen medio kilo de miñones? ¿Para qué, si la única información que importa es que uno es persona amable y considera buena onda que lo traten con amabilidad?

De mi colección mental Florilegio de chistes malos: “¿Cuál es la definición de un pesado? (Pausa.) Alguien a quien, por amabilidad, le preguntas cómo está, y te lo cuenta.”A lo mejor por eso sufro tanto escribiendo esta especie de autobiografía pixelada que es la Niusléter: no quiero parecer un pesado.

Del clima, claro, es importantísimo que hable la gente del campo. Les afecta directamente. O la gente que hace cosas en el exterior: que va de excursión, o de camping, o a esquiar. No es buena idea ir a esquiar en traje de baño. Tampoco es buena idea atravesar el Sáhara sin agua. Uno habla del tiempo para prepararse para salir al exterior. Información importante: “Agarra un paraguas, está lloviendo.”

En mi larga vida (o al menos a mí se me hace larga ya) (aquí viene la parte autobiográfica, aviso) he conocido algunos climas extremos: 50 y pico grados centígrados en el desierto, 30 bajo cero con nieve y viento. La cosa más extraña de padecer ese frío fue que se me congelaban los mocos, me quedaban como estalactitas en las fosas nasales, y si me apretaba la nariz, sentía cómo hacían crick y se rompían y salían con pelos y todo. Lo que más miedo me daba era que se me congelaran los ojos.

El clima nos afecta emocionalmente. Sólo hay que ver cómo se pone la gente en la playa, esa alegría, esas ganas de vivir: es el sol, la vitamina E, el yodo en el aire. De ahí los amores de verano. Sentirse vivo y sentirse vivir son drogas muy potentes.

El clima más duro que conocí, sin embargo, fue el de Galicia. El primer año que viví en Santiago de Compostela, empezó a llover en octubre y paró en mayo. Me di cuenta de que había salido el sol porque vi el cielo azul reflejado en un charco. Así de acostumbrado estaba a salir preparado para la lluvia y caminar con la cabeza gacha. Se sabe (gracias a la burocracia y sus estadísticas) que las ciudades en las que sale el sol menos días al año tienen el índice de suicidios más alto.

Años después de aquella milagrosa salida del sol compostelana, cuando ya vivía en Valencia, donde llueve poco y casi siempre hace sol, mi cuerpo y mi cerebro (que son lo mismo y no) tuvieron la reacción más extraña a la lluvia que he conocido. Habíamos ido a Toledo a pasar unos días, y el domingo de aquel fin de semana (creo que largo) no sólo amaneció nublado, sino que pronto se desató un diluvio tremendo. Me invadió una ansiedad total. No me podía quedar quieto. Estábamos en el bar del hotel, y le dije a Carmen que tenía que salir a caminar, meterme en la lluvia. Creo que para entonces Carmen ya estaba acostumbrada a estos impulsos en mí.

Y no sólo caminé metido en aquella tormenta, corrí. Corrí por las calles empedradas y resbalosas de Toledo como si de eso dependiera mi vida. No sé cuántas veces me caí. Bajé y subí cuestas bajo el agua, el viento me pegaba unos arreones durísimos y me volvía a caer. De mi interior salía una especie de rugido, no un grito, era algo ronco, profundo, que nunca he logrado determinar de dónde exactamente, de qué parte de mi cuerpo, venía. Creo que nunca he sentido de manera tan viva y tan consciente mi propia animalidad.

Me perdí por el laberinto que es Toledo. No era consciente de si giraba por esta calle o seguía por la otra. Lo único que podía hacer era seguir. Y luego paró de llover. Empecé a recuperarme como bicho consciente, capaz de utilizar el lenguaje. Me orienté como pude: no había nadie por la calle, claro. Resbalé y me caí un par de veces más, y cuando me dí cuenta, estaba delante del hotel, empapado y lleno de lodo y hojas de árboles. Carmen y nuestros amigos me estaban esperando, preocupados, y cuando me vieron entrar, descubrí por la expresión en sus caras el desastre que estaba hecho. Ahí terminé de tomar consciencia de mí mismo. (La mirada del otro tiene sus usos, ¿no?)

Esto que acabo de contar es como si lo hubiera soñado. Ocupa ese tipo de lugar extraño en la consciencia, como cuando uno sueña algo y siente que ese sueño lo acompaña todo el día. Excepto que han transcurrido 25 años desde que ocurrió. No recuerdo qué vi, qué pensé, qué hice durante lo que luego supe habían sido dos horas de ausencia. Había estado ausente del hotel, pero también de mí mismo. Recuerdo el movimiento, recuerdo correr y caerme, recuerdo el rugido ese que me vino de tan adentro. Y la única palabra que sé que se acerca a describir lo que sentí es euforia. Euforia.

(Euforia. Esto es lo que pone la Wikipedia: La euforia (del griego antiguo εὐφορία, que significa "fuerza para soportar") está médicamente reconocida como un estado mental y emocional en el que una persona experimenta sentimientos intensos de bienestar, felicidad, excitación y júbilo.) (“Fuerza para soportar”, creo que son las palabras clave. Hoy llueve y me quedo de lo más guardadito en casa, feliz de no tener que mojarme.)

Esto es lo que creo que pasó: Después de varios años de vivir en Galicia, donde llovía todo el tiempo, y muchos días del año estaban nublados, mi cerebro se acostumbró a compensar esa falta de sol. Hay que recordar que crecí en el desierto, o en la alta estepa semidesértica del norte de Chihuahua y el suroeste de Texas. Aquel día, hacía poco que me había mudado de la lluvia al sol. Mi cerebro había estado tranquilo esos meses. Pero al encontrarse con la lluvia y aquella oscuridad en pleno día, compensó como si estuviera en Galicia, sobrecompensó. Mi cerebro se pasó de listo y me lanzó al exterior saturado de dopamina, o algún neurotransmisor por el estilo. Dopamina, adrenalina, y ahí va Roger que camina, y corre y ruge y se cae y vuelve a correr. Durante el rato que duró la tormenta, estuve loco, fuera de mí, completamente desquiciado. Muy recomendable, por cierto.

Tengo claro que mi amor por la obra del Greco, y muy posiblemente mi fascinación con La tempestad, de Giorgione, vengan de ese día. También, La tempestad es mi obra favorita de Shakespeare y Prospero’s Books mi película favorita de Greenaway.

La tempestad fue la última obra de Giorgione, que murió a los 32 años en 1510. Se podría decir que murió por amor: estaba liado con una señora de la nobleza mercantil veneciana, y dicha señora pilló la peste bubónica y se la pasó a él. Giorgione cambió la manera de pintar en Venecia, tanto en el uso del color, como la composición, como la pincelada misma. Al parecer, Tiziano fue discípulo suyo. Y creo que la influencia está clara en Tiépolo.

La tempestad es un buen ejemplo de paisajismo temprano. Cuando se habla de paisaje, es obligatorio hablar del clima, de la luz, de los efectos del clima en el pasado y en el momento que se representa. Se podría decir que una buena parte del Impresionismo es pintura climatológica. Y es por esta marca del paisaje y del clima, por la posición central que ocupan en la composición del cuadro, que se le ha titulado como se lo tituló. No sabemos qué título le habrá puesto Giorgione.

El cuadro está en la Accademia de Venecia. La primera vez que lo vi me quedé tan de piedra, tan de pie en un mismo sitio durante tanto rato, que vino un guardia a preguntarme si estaba bien. Y es que esta obra, por algún acto de transposición mágica, inmediatamente me llevó a aquel día de Toledo. Dos noches antes, había llovido torrencialmente en Valencia, y se nos había inundado la terraza, filtrándose el agua al comedor de la vecina de abajo, y me había pasado toda la noche achicando agua. De la tormenta en Valencia fui a La tormenta de Giorgione, en Venecia, ciudad construida en el agua, y ésta me remitió a la tormenta de Toledo. (Soy cáncer y el agua es una de mis sustancias tutelares.)

Durante siglos, este cuadro estuvo en manos de la familia Vendramin, de Venecia. Gabriel Vendramin lo compró, se piensa, poco después de la muerte de Giorgione, y dejó dicho en su testamento que bajo ningún concepto podían sus herederos, ni los descendientes de sus herederos, venderlo. Así, La tempestad estuvo en manos privadas y a la vista de pocos durante siglos. Lord Byron pudo verlo y lo declaró su cuadro favorito. La familia Vendramin se lo vendió al estado italiano en 1932, ya bien entrado ese siglo tormentoso, ácido y disolvente, el XX.

Nadie conoce a ciencia cierta el tema del cuadro. De ahí que se recurra, para titularlo, al fenómeno climatológico: algo neutral para demostrar que somos amables y no dejar fuera ninguna posibilidad. (Y me pone medio kilo de miñones, por favor.) Hay críticos que dicen que ninguna interpretación es posible, o que no la tiene, o que es insondable. Hay críticos que le dan un tema cristiano. Pero el otro día vi un documental en Youtube en el que Waldemar Januszczak, que como su nombre indica es un crítico inglés, postula la mejor interpretación que he oído hasta hoy.

Januszczak se precia de ser el único que ha descifrado el cuadro, y con razón. Según él, el relato que aparece en el cuadro está en La Odisea. La mujer es Deméter, diosa de la cosecha y de la fertilidad. El joven de la izquierda es Yasión, un héroe samotracio al que Deméter conoció en una boda, y con el que hizo el amor en un campo arado. De ese polvo vino un bebé, Pluto, dios de la riqueza. (Esta idea de que de la cosecha viene la riqueza nos concierne particularmente en Argentina, ¿no?) A Zeus, el jefe de los dioses griegos, hermano y ex amante de Deméter, no le hizo ninguna gracia este encuentro amoroso, casi veraniego, de su hermana, y mató a Yasión de un rayo. En lo alto del edificio, justo por encima de Deméter, se alcanza a ver una grulla, símbolo antiguo de la prudencia y la vigilancia. O sea que Yasión está en peligro, tenía que haber ido con cuidado con quién se liaba. Pero también está ahí Pluto, el dios de la riqueza. Y también el cuadro podría ser otro tipo de aviso: un día puede venir una tormenta (económica, por ejemplo), y en lo que dura un relámpago puedes perderlo todo. El cuadro tiene moraleja, es una invitación a la prudencia.

Yo no fui prudente durante aquella tormenta de Toledo. Me dejé llevar por una reacción químico-biológica que no comprendía. Me podía haber pasado cualquier cosa. Me podía haber caído un rayo. Pero nunca, nunca en la vida he sentido la euforia, esa alegría tan animal, tan brutal, como aquella.

NOTICIAS

1. Ifi, la gata del IF, cada vez que voy a la heladera, tiene que ir a ver qué hay para ella en ese lugar misterioso, frío y blanco. Corre por delante de mí, asegurándose de que sigo ahí, maullando, y luego se para delante de su plato. Si no hay nada para ella, hay quejas, y me mira mal.

2. La vez pasada dije que, hoy, la metáfora sólo funciona como comedia. O a lo mejor es que está todo tan cargado de metáforas que no queda otra que reírse. Pensando en esto, hice un poema nuevo, pero me salió mal.

3. Estoy muy sorprendido (gratamente): cada vez más gente lee esta hoja parroquial, o sea que la parroquia de la BiPA es cada vez más amplia, y mucha gente me escribe para decirme que le gustó tal o cual artículo. Gracias.

4. En 2018, para las Sesiones del IF, se me ocurrió lo de dar conferencias utilizando powerpoint. Me parecía una idea horrible y por eso seguí adelante con ella. Ahora el horror es zoom. ¿Qué les parece si armamos una charla por zoom? Yo presento un tema, como si fuera una niusléter pero en voz alta, y ustedes pueden hacer comentarios, preguntas, intervenir e interrumpir a sus anchas. Si les interesa, escríbanme y voy anotando nombres, y les aviso día y hora.
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