«¿De qué sirve decir la verdad sobre el fascismo que se condena si no se dice nada contra el capitalismo que lo origina? [...] Estar contra el fascismo sin estar contra el capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo»
En Guerrilla Media Collective vivimos con preocupación el avance del fascismo a nivel global: ya sea en España, Brasil, EEUU, Hungría, Israel o Alemania. Ante esta situación, y en nuestro trabajo cotidiano, esta cita del dramaturgo alemán Bertolt Brecht está muy presente en nuestras mentes.
Hace pocos días celebrábamos en el Estado español el décimo aniversario del 15-M que, como es el caso de muchísimos otros colectivos, fue el compost que nutrió la semilla latente de GMC. Para toda una generación, el 15-M fue un estallido de indignación y un despertar general hacia la desnudez del emperador neoliberal. Las bases del sistema se tambalearon y, en medio de una crisis económica global, se hizo evidente que la famosa mano invisible no existe: al contrario de lo que nos contaban en los medios, las escuelas y las universidades, el mercado no se autorregula por sí mismo sin intervención de agentes externos. Y esta intervención externa no solo se hizo evidente: también se evidenció que no era científicamente objetiva ni democrática.
Los beneficios se privatizan, mientras que las pérdidas se socializan.
Frente a la pretendida pátina de “ciencia dura” de la teoría econométrica, cobraron relevancia la economía política y las relaciones sociales y de poder que determinan la práctica económica. En su libro Libres, dignos, vivos. El poder subversivo de los comunes (Icaria 2020), David Bollier y Silke Helfrich ofrecen un ejemplo muy ilustrativo de hasta qué punto había cuajado esta aceptación acrítica del dogma económico neoclásico. Refiriéndose al límite de déficit de un 3 % sobre el PIB nacional impuesto por la UE a sus miembros y consagrado en el Tratado de Maastricht, explican:
«Resulta que este mágico número presupuestario fue inventado por dos funcionarios franceses en 1981. El entonces presidente francés, François Mitterrand, en un intento de mantener bajo control los índices de déficit de su país, había pedido a su departamento de presupuesto nacional que pensara en alguna regla simple, pero económicamente creíble, que ayudara a refrenar los gastos del Gobierno. Al parecer, François Mitterrand les pidió expresamente que idearan «una especie de regla simple que exudase competencia económica». A los dos funcionarios se les ocurrió la idea del déficit presupuestario a un máximo del tres por ciento del PIB como regla aproximada de responsabilidad fiscal. Uno de ellos declaró que “en ese momento, íbamos de cabeza hacia un déficit de cien mil millones de francos, lo que equivalía a un 2,6 % del pib. Así que pensamos: un 1 % de déficit sería muy duro e imposible de conseguir. Un 2 % supondría mucha presión para el Gobierno. Así que nos decidimos por un 3 %”.
En otras palabras, el criterio para el déficit presupuestario es puramente circunstancial y carece de base teórica o fundamento. De hecho, el expresidente del Banco Federal Alemán, Hans Tietmeyer, ha confirmado que el índice del tres por ciento es “difícilmente justificable en términos económicos”.»
Muchas cosas han cambiado desde 2010, y el interés hacia los comunes y el procomún ha aumentado exponencialmente. Como afirma Silvia Federici en su libro más reciente (Reencantar el mundo: el feminismo y la política de los comunes, Traficantes de sueños 2021) esta es la razón por la cual lo común tiene tanto atractivo en nuestra imaginación colectiva; su pérdida nos hace más conscientes del significado de su existencia y aviva nuestro deseo de saber más sobre ellos.
Por eso es tan importante recordar que los comunes no son cosas: son, ante todo, sistemas sociales.
Sistemas vivos a través de los cuales las personas abordan problemas comunes. Así, el procomún depende antes que nada de un proceso social y relacional, y reivindica la necesidad de poner este aspecto relacional en el centro. Exactamente igual que numerosos enfoques económicos llamados heterodoxos (frente a la ortodoxia neoclásica) que reivindican el carácter social de la teoría y la práctica económica, más allá de estrategias de márketing puntuales que lo cooptan, para relegarlo acto seguido a los márgenes, como es el caso del greenwashing o la responsabilidad social corporativa.
Históricamente, el la economía marxista ha vinculado el nacimiento del capitalismo con la “acumulación primitiva” fruto de la destrucción y privatización de las propiedades y las relaciones comunales durante los famosos cercamientos del s. XVI y XVII, así como la colonización del continente americano por parte de las potencias europeas a lo largo de ese mismo periodo.
Por otro lado, la más reciente corriente de economía feminista surge con la voluntad de señalar y cuestionar las bases patriarcales de la sociedad en general y del pensamiento económico en concreto, con el “homo economicus” (individual, egoísta e independiente) como único sujeto de análisis económico. Este sesgo androcéntrico ignora la interdependencia, la eco-dependencia, los límites biofísicos del planeta y, en resumen, todos los procesos vitales y económicos que quedan al margen del mercado. La economía feminista analiza críticamente la aproximación epistemológica basada en el supuesto de autonomía de los individuos, lo que Julie Nelson (y otras autoras, recogiendo su testigo) llaman “la falacia del hombre hongo” , basándose en la sugerencia de Thomas Hobbes de considerar a los hombres como "hongos" surgidos de la tierra, que llegan de repente a la madurez sin ningún tipo de interrelación entre ellos: una visión hegemónica pero problemática que ignora que toda persona requiere de cuidados, como mínimo durante la niñez, la vejez y la enfermedad.
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