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Estaba conversando con un matrimonio de turistas extranjeros frente a Harrods, sobre la calle Paraguay y la mujer, originaria de Flandes, no comprendía la decoración de las letras del nombre envueltas en la bandera multicolor del movimiento LGBT+. Ella pensó que era una decisión estética, la de combinar algo tan moderno como la bandera arcoiris de la diversidad con una estructura arquitectónica tan clásica y señorial como la de la tienda. Sin tener datos concretos, coincidí con ella en cuanto a la fealdad y el sinsentido de la combinación, pero opiné que no era una decisión estética sino política. Y abusiva. Un joven se unió a la conversación sin haber sido invitado, y por supuesto consideró que mi opinión era reaccionaria, que no criticaba la decoración sino el movimiento. No respondí porque a esta altura de mi vida me doy el lujo de elegir a mis interlocutores. Este joven ignoraba que hay una tienda Harrods en Londres, que ya es decir, y por supuesto no sabía que la única sucursal en todo el mundo de la tienda es la que tenemos en Buenos Aires, cerrada desde hace muchos años. Por lo tanto, el joven —no tan joven en realidad— no comprendía el disgusto que sentimos ante esa guaranga decoración la señora de Flandes y yo.




El cuerpo humano es el mejor retrato del alma humana.
—Ludwig Wittgenstein
 

Mi maestro de yoga me recuerda al bailarín que levanta vuelo en la escena final de la película Billy Elliot. Alto, bello, fuerte y etéreo al mismo tiempo. Pues él, mi maestro, tiene un lema, un mandamiento, una intimación que repite como un mantra: “¡Arriba el esternón!” Una puede estar en la postura más compleja del mundo, con los brazos enroscados, las piernas en delicado equilibrio y la respiración en peligro, boca abajo tratando de domar los músculos de la espalda, o colgada de una barra desde los pies como un murciélago… no importa: él siempre te va a demandar: ¡Arriba el esternón!

La práctica del yoga no se limita a la clase en su estudio: hay que mantener esa postura en cada momento de tu vida: caminando por la calle, barriendo la cocina, bailando a solas en el living para descansar un rato de la computadora. Arriba el esternón. Es fácil decirlo, no tan fácil recordarlo a toda hora. Un buen truco es ir por la vida pensando que él te está mirando, dondequiera que estés. Entonces te acordás y levantás el esternón.

Lo cierto es que al levantar el esternón se activan los trapecios detrás del cuello, se colocan con calma los hombros que estaban tensos, entra en escena muy altiva la nuca y ahora todos los músculos de la espalda comienzan a ronronear porque una corriente de tranquila felicidad baja por la columna vertebral como si hubieras tomado una droga de las que dan placer.

Pero esto es gratis y legal. Solo hay que recordar el mantra: arriba el esternón.

 

Levantás el esternón, experimentás esa sensación fabulosa que te corre por la espalda y dos cosas te vienen a la mente: 1. Comprendés por qué con los años la gente tiende a achicarse y pierde varios centímetros de estatura, y 2. Si es algo tan fácil y placentero ¿por qué no es tu postura natural y necesitás trucos mnemotécnicos (el maestro te está mirando) para recuperarla?

Tengo una teoría: llevar alto el esternón no es solamente una postura física, es una actitud frente al mundo. En el barrio lo llamarían “sacar pecho”; entonces, para ir por la vida sacando pecho hay que tener una razón. Una buena razón. Requiere cierta opinión sobre uno mismo, satisfacción por el lugar que ocupa, amor a la tarea que realiza si es que está realizando alguna tarea, o la determinación de realizar esa tarea si es que todavía no la inició. Caminar con orgullo, resistir la mirada ajena sin miedo ni pudor y aprender a mirar a tu alrededor desde esta nueva perspectiva, esternón, hombros, nuca, trapecios, estatura. Ahora sos más alta.

 

Estás parada en la esquina esperando que cambie la luz del semáforo. Otros, impacientes, han bajado a la calle y torean a los autos, pero acá creemos y honramos la función de las veredas. Como dice el I Ching: la espera no es una esperanza vana. Plegás tu brazo derecho detrás de la espalda hasta alcanzar el codo del brazo izquierdo. Oh, sí. Ahora todo en la espalda se ha puesto en movimiento, desde la cúspide de la nuca y a lo largo de la columna vertebral hasta la misma cintura, que estaba ahí y la habías olvidado.

Es una postura normal y urbana, un ejercicio en plena calle mientras se espera para cruzar. Es satisfactorio y saludable pero solo si estás detenida en alguna parte por algún motivo. Mirar una vidriera, esperar el semáforo. Porque no es fácil mantener siempre alto el esternón sí o sí. Es una postura que se debe sentir internamente, porque en realidad es una una especie de memoria y balance, una opinión sobre tu propia vida.

La idea es ejercitarse lo suficiente como para lograrlo y caminar drogada por el placer que se derrama por tu espalda erguida. Las bailarinas caminan así; suben al colectivo con su pelo tirante, la nuca ufana y una convicción interior de estar por encima de todos los demás. Y lo están: son bailarinas. Niñas todavía, estudiantes, pero ya se les nota el orgullo, el trabajo, la pasión. ¿Quién más puede decir lo mismo?


 

 


Odio todo

Lo voy a decir y no me importa lo que pase: odio la palabra “empoderar”. Podría dejarlo así, como golpe de efecto, pero me gustaría elaborar. El inglés es un idioma eficaz en su construcción puesto que puede convertir en verbo cualquier sustantivo y puede convertir en sustantivo cualquier verbo. El castellano admite esa forma en algunos casos, como encanecer, endulzar, enloquecer. Pero el formato que verbaliza con en— o em— no vale para todas las palabras. Sufre cuando se aplica en forma indiscriminada, cuando se manipula cualquier palabra en detrimento de la naturaleza del idioma. Por ejemplo cuando se define a un actor como “Oscarizado”, por ganador del Oscar, o “Estelarizado” por “con la actuación estelar de”, como se decía antes. El castellano sufre con ese abuso. Tal vez necesita construir una frase entera para transmitir la misma idea, pero tiene vocabulario y riqueza suficiente para hacerlo. En el caso de “empoderar” tiene toda una historia a su disposición.

 

 



Palabras

“No bebo, no fumo, como poco. Mis únicos vicios son la Enciclopedia Británica y no leer a Enrique Larreta.”

Jorge Luis Borges

 



 

Qué hay para ver

Vi hace poco El contador de cartas, por HBO. No me sentía hechizada por la película pero un poco sí, no podía dejar de verla. Por lo pronto le veía cara conocida al protagonista pero no lograba reconocerlo hasta que decidí que era Jake Gyllenhaal. No era Jake Gyllenhaal. Es Oscar Isaac, el hombre que me rompió el corazón en la serie Show Me a Hero. Y ahora vuelve a afectarme con su intensidad. Casi no habla pero mira fuerte. Y juega a las cartas.

Él es William Tell, un nombre dudoso ¿Guillermo Tell? Es como llamarse acá José de San Martín. Estuvo ocho años preso por motivos que se revelan en sus pesadillas. Gravísimos pecados. Pero mientras estuvo en la cárcel aprendió a “contar las cartas”, un truco que algunos logran dominar para ganar en el póker. Requiere un enorme talento y una formidable memoria; no sé si está formalmente prohibido, o tal vez es indemostrable, pero contar las cartas está muy mal visto en los casinos cuando lo detectan. Nuestro hombre (posesivo de autor) es un profesional de perfil bajo, que se maneja con cifras discretas en diversos casinos, en diferentes ciudades, lejos de los torneos.

Un punto perturbador de su conducta en los moteles donde se aloja es que lleva consigo una valija llena de sábanas blancas con las que cubre, con notable pericia, todos los objetos y superficies de la habitación; la convierte así en un espacio inmaculado y aterradoramente blanco. William Tell tiene mucho que expiar.

 



 

A propósito

En cuanto a la palabra “empoderar”, lo que me molesta no es solo la forma en que está construida, su gruesa, anglófila verbalización. Se trata en realidad de la idea del poder que yace en la raíz del verbo. Encanecer, entorpecer, endulzar, enloquecer, puede darle acción a las canas, a la torpeza o al azúcar, pero en este caso se trata del poder. El verbo proporciona poder o lo adquiere para sí en su modo reflexivo: “empoderarse”. El poder, no como verbo sino como sustantivo, es la clase de fuerza que no se menciona. Se cae a pedazos si alguien necesita decir “Yo tengo poder”. Es el patético equivalente de “¿Usted sabe con quién está hablando?” El otro no sabe con quién está hablando, lo cual ya es grave, o lo sabe y no le importa, lo cual es peor. El Poder, así, con mayúscula, no se proclama: se ejerce. Listo, quedamos así. Me voy al club del Viejo Smoking y ustedes también pueden venir, si quieren. Es acá.
 


Harrods, una tragedia arquitectónica.

Adornada con banderas de colores.

Hasta el domingo.

Cecilia

 


 

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