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No tengo planes para el martes a la tarde. ¿Hay algo interesante?




Algo bueno de la música es que si te pega no duele.
—Bob Marley
 

El muchacho inicia una conversación con la chica que le interesa y le pregunta “¿Te gusta la música?” Esto pasa en las series de televisión, no creo que en la vida real alguien se anime a preguntar algo así, como si hubiera alguna posibilidad de que a alguien NO le gustara la música. Puede no gustarle cierta música, la ópera, el reggaeton, la tarantela, el heavy metal o el bolero. Pero seguramente hay alguna música que en algún momento, circunstancia o estado de ánimo le va a gustar, incluso va a amar. Nadie habría imaginado, por ejemplo, que el Danubio Azul de Johann Strauss podía resultar arrebatador hasta que Stanley Kubrick le dio la grandeza del universo en la película 2001, Odisea del espacio.

Te gusta la música es una pregunta tonta. Sería más apropiado preguntar qué clase de música te gusta. Lo dice alguien que apenas escucha música, como yo. No escucho música cuando leo (me distrae) tampoco cuando escribo (me molesta) y por supuesto cuando miro televisión (obvio). Escucho a veces cuando escribo, con el volumen muy bajo, solo Bach o Haydn. Ni siquiera Mozart (demasiado) y menos aún Beethoven, que es toda una actividad en sí misma.

Sin embargo hay momentos en que me siento a escuchar música, pero nunca un álbum entero. Como quien elige bombones en una caja, busco canciones sueltas que me gustan: Crazy, por Patsy Cline; That’s Life, por Willie Nelson; Down the River to Pray, por Alison Krauss. Los pescadores de perlas, por Pavarotti. Y si tengo ganas de llorar un rato, Va pensiero, el coro de los esclavos de Nabucco. Ahora sí, a todo volumen.

 

Observé entonces, en esas selecciones personales, que no solo los achaques del cuerpo y la maldad del espejo señalan el paso de los años. También cambian los gustos, por ejemplo en cuanto a la música. Hace poco escuché a Janis Joplin, a quien amé sin reparos y lloré su muerte en primera fila. Pero ahora no pude con ella. Todo ese dolor, ese desgarramiento con que me identificaba muchos años atrás, hoy no lo siento y me hace sufrir. Justamente ahora que he dejado de sufrir. Tampoco Lou Reed me hizo feliz, a pesar de que Walk in the Wild Side no solo era mi tema favorito, también lo usé como cortina en un programa de radio. Cambios. Hoy escucho a Amy Winehouse: todo el tiempo la tengo dentro de mi cabeza. No, no, no. Y por supuesto el trío de Schubert que me fascinó en la película El ansia, con David Bowie y Catherine Deneuve. Antes no le prestaba atención a Leonard Cohen, ahora no puedo vivir sin él. Diría que es mi novio pero no puedo porque mi novio es Lionel Scaloni. Desde antes, aclaro.

 

Como dije más arriba, he dejado de sufrir. Ésta es tal vez la principal enseñanza que ofrece la edad. Puedo por momentos estar triste o sentirme débil, puedo a veces enojarme con el robot de alguna empresa de servicios ¿pero sufrir? Es más, tengo la fecha exacta de la última vez que sufrí. Fue por un maltrato en zona de trabajo, pero no voy a dar fechas ni detalles. Solo diré que cuando llegué a mi casa me eché a llorar. Cómo era posible que una persona —que me voy a abstener de calificar— se permitiera maltratarme. Y peor: cómo era posible que eso me afectara. Soy una chica grande, oxímoron inevitable. Sentí vergüenza de mí misma y me prometí que no volvería a ocurrir. Ya no estaba en cuarto grado, cuando vivía en estado de terror si manchaba de tinta un mapa al calcarlo o me quedaba desprolija una tarea manual. Ahora no tengo por qué tenerle miedo a la maestra. Ya soy grande. Puedo medir la real dimensión de las cosas y me entreno diariamente en la práctica de la paciencia, una herramienta formidable.


 

 


Odio todo

Hoy no odio nada, disculpen.

 

 



Palabras

Con ustedes, la entrada triunfal y definitiva de la palabra bobo.

 



 

Qué hay para ver

El baile de las luciérnagas (Netflix) es la clase de serie de la que suelo escapar, pero en este caso me retuvo el tema: la mejor amiga. Yo no sé si los varones cuentan con esa institución. No digo que no tengan amigos ¿pero “el mejor amigo” con todo lo que eso implica? No sé, tal vez. La mejor amiga es una parte crucial en la vida de las chicas, lo dice alguien que no tuvo esa suerte más que de a ratos, por falta de talento personal. Como diría mi mamá, para eso hay que saber.

Las cosas cambiaron después y lo cierto es que la relación entre dos mujeres que se hacen muy amigas aunque son muy diferentes entre sí es una experiencia de alto voltaje. En esta serie la chica mala es Tully, que se muda justo frente a la casa de Kate. Tendrán doce o trece años y se harán amigas para siempre. Ya adultas se robarán los novios y otros desmanes pero siempre se reconcilian hasta el día en que la cosa es tan seria que no se reconcilian.

Me recordó una película de los años 40 que vi por televisión, con una amiga, llamada Old Acquaintance, con Bette Davis y Miriam Hopkins. Compañeras de universidad, si no me equivoco, Miriam se casó con el que había sido novio de Davis, un hombre rico. Davis es una escritora de prestigio y a Miriam se le ocurre que ella también quiere escribir un libro. Lo hace y para sorpresa de todos tiene un éxito descomunal. Nada parecido le pasó nunca a Davis. Miriam vive en Malibú, rodeada de gente famosa y frívola pero se cansa de ellos. Ambas se extrañan, se envidian y se quieren matar mutuamente pero nada las separa. En los años 80 Stanley Kubrick hizo una remake: Ricas y famosas, con Candice Bergen y Jacqueline Bisset. La misma historia con mucho más sexo.

El baile de las luciérnagas es una mezcla de estas dos películas con un toque de telenovela y la estructura vertiginosa de This Is Us. Katherine Heigl es Tully, periodista, conductora, estrella de la televisión. Es soltera y muy activa. Sarah Chalke es Kate, tímida pero eficaz productora de Tully, casada con el jefe de Tully en el canal y madre de una adolescente que la odia. La historia salta en el tiempo, ida y vuelta, a lo largo de 10 episodios en la primera temporada y 9 en la segunda, por ahora. Tiene sus momentos. Es muy bueno el discurso con que Tully inaugura su blog cuando se vio obligada a renunciar a la televisión. Pero en general la serie podría ser más compacta y breve. Igual la vi hasta el final. Rarísimo final. Y me gustó.




 

A propósito

Yo tuve durante un tiempo una mejor amiga en el estilo de las luciérnagas. Mi amiga era Tully, yo era Kate. Ella era alta y espléndida. Yo, en cambio… “Lo tuyo no pasa por ahí” me dijo un día con encomiable sinceridad. Y tenía razón: lo mío no pasa por ahí. Ella era rica y me enseñó a vivir bien. Yo nací en una casa de ricos y no lo sabía. Yo a ella nada le enseñé pero sin darme cuenta le recordé que era inteligente y entonces se anotó en la universidad. Hizo una carrera y a esta altura ya debe tener un doctorado. Yo le tenía envidia y también gratitud: sabía divertirse y era muy atrevida. Un día, en Estados Unidos, le hablé de J.D. Salinger. Ella tomó las llaves del auto y me dijo “Vamos a verlo”. Era una malcriada, pero se podía dar el lujo. Mi amiga a su vez también me envidiaba: le gustaba mi barrio —el Bajo—, los bares a los que iba, los amigos que frecuentaba. Hoy me da risa: yo codiciaba su tapado de visón y ella codiciaba mi saco de corderito. A mi otra mejor amiga no la veo desde hace veinte años, pero hablamos por teléfono, que no es poco. Ahora me despido con la mayor consideración y respeto, como diría un amanuense en un cuento de Melville. Estaré de vuelta el domingo que viene llueva o truene. Los invito al club del Viejo Smoking, como siempre atendido por sus dueños. Es acá.
 


Otro día hablamos de Thelma & Louise.

El metro patrón de la amistad femenina.

Hasta el domingo,

Cecilia

 

 

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