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¿Qué te trajeron los Reyes? Era la pregunta más engorrosa que se le podía hacer a una niña judía más de medio siglo atrás.



Me atrevería a desaconsejar enérgicamente una gran intimidad con artistas: es algo muy seductor y un poco peligroso.
—Reina Victoria



Mientras trataba de poner algo de orden en una zona de revistas de mi biblioteca me topé con un número aniversario de la revista Status, que cumplía 2 años en 1979. Yo formaba parte de la publicación, fue mi primer encuentro con el periodismo gracias a Miguel Brascó. Comencé a hojear la revista y quedé sorprendida. Mientras trabajaba ahí, una época particularmente feliz de mi vida, me parecía natural todo lo que hacíamos. Ahora me doy cuenta de que no era natural y tampoco frecuente.

Éramos solo Brascó y yo con algunos colaboradores elegidos (por él) con mucho cuidado. Reescribíamos todo, salvo los textos de autores como Juan Carlos Martelli, Bengt Oldenburg o María Moreno. En el staff figuraban muchos otros nombres que eran los seudónimos que usábamos Brascó y yo para que no se notara que entre él y yo hacíamos prácticamente todo.

Cada página de la revista estaba hecha con amoroso cuidado, desde el mismísimo índice del comienzo. Por ejemplo: “Un reportaje a Rómulo Macció, uno de los pintores más talentosos del momento que tuvo el buen gusto de nacer en la Argentina”. O bien: “Arquería, un deporte cargado de historia y magia, por momentos violento y por momentos francamente místico”. O bien: “Clorindo Testa: el arquitecto Carlos Méndez Mosquera cuenta cómo es el hombre más extravagantemente modesto de Buenos Aires”. O bien: “Hay gente que todavía pregunta cuál es el mejor vino argentino cuando todo el mundo sabe que sobre gustos no hay nada escrito, salvo esta nota”.

 

Fines de la década del ’70, plena dictadura. Status se definía como una revista masculina —eran otros tiempos— que se dedicaba al hedonismo en general: gastronomía, mujeres y elogio del snobismo. En la sección “La chica Status” no se podía mostrar desnudos lo cual enojaba a Brascó pero yo sostenía, y gané esa discusión, que el desnudo no era imprescindible para hacer fotos eróticas, casi al contrario. La foto de Katja Aleman, por ejemplo, desnuda detrás de una enagua tendida de una soga que apenas la cubría dejó sin habla a más de un varón desprevenido. Ella tenía 19 años y un cuerpo suculento.

Aun así, todos los meses teníamos que ir a la Casa de Gobierno (yo misma) para que nos aprobaran la tapa. Había leyes; por ejemplo se podía mostrar un pezón de frente pero no de perfil y de hecho algunos números de la revista salieron con un envoltorio oscuro. En este número aniversario se reprodujeron las fotos de todas las chicas con sus correspondientes epígrafes: “Diciembre del 77 está signado por la muerte de Chaplin. El héroe vertiginoso de casi un centenar de películas mudas tenía en los esteros de Iberá una silenciosa admiradora. Desde Making a Living hasta La condesa de Hong Kong Patricia casi no se movió de la butaca. Me gustan los mimos, dijo, cambiando de tema”. Otro: “Julio del 78. Ella estaba en Cabo Frío cuando se enteró del incendio en el Museo de Arte Moderno. El fuego pudo más que el arte constructivista de Torres García. María terminaba de quitarse su minúscula tanga para mostrarnos lo que puede el sol de Brasil cuando un absurdo locutor desparramó lo del incendio y ella navegó en un mar de melancolía. María y la radio son incompatibles”.

 

Muchos años después de cerrada la revista asistí a un homenaje que se le hacía a Abelardo Ramos; era una fiesta en realidad, un asado en una quinta. Cuando ya me iba —a diferencia de Aníbal Troilo que siempre está llegando, yo siempre me estoy yendo— un grupo de jóvenes, muy jóvenes, se me acercó para decirme que habían amado la revista Status, que la leían cuando estaban en la escuela secundaria y cada mes se reunían para disfrutarla en una especie de ceremonia. Cosa de chicos, pensé, y les agradecí un poco ausente. Pero ahora, tanto tiempo después, veo la revista como si fuera de otro. Solo tengo dos ejemplares; debí haber conservado algunos más.

 

 

 


Odio todo

Pocas cosas te hacen odiar todo como un mal corte de pelo. A diferencia de otras desgracias irremediables, por suerte el pelo crece.

 

 



Palabras

“El colectivo es como una radiografía de ese pampeano llamado porteño; aparentemente ágil, con un fileteo folklórico en sus flancos, depositario de sabiduría popular y, en su interior, un santuario donde Carlitos Gardel disputa el lugar a la Mamma o exhibe algún patético, petrificado escarpín. La aproximación siguiente es el llamado ‘bar marrón’, café de barrio con o sin billares, que parece cuajar visualmente con el ambiente de los tangos, ese blues orillero que ya solo se baila en las peñas pero sigue conmoviendo a todos los capaces de apreciar el profundo drama de un desgarramiento sentimental. […] Buenos Aires es contradictoria, fascinante, abrumadora, tierna y fecunda como una mujer (o como una gran ciudad).”

Bengt Oldenburg (extranjero profesional y porteño amateur)

 



 

Qué hay para ver

Estuve tratando de ver alguna película o serie que valiera la pena comentar pero no es fácil. El panorama es acoso, inclusión, superhéroes, derechos humanos, más acoso, documentales sobre crímenes y crímenes reales ficcionalizados. Ruido de fondo, sobre la novela de Don DeLillo, pertenece al género que llamo “Todo es un amor” y no tengo paciencia. Intenté con Glass Onion, muy promocionada, y no pude resistir a Daniel Craig disfrazado de idiota metido en una bañadera. Ni siquiera llegué a ver a Edward Norton, la abandoné antes.

Dentro de todo, me quedo con El paciente, una serie de Star+, donde hay una idea. Y donde está Steve Carell, quien hace que todo valga la pena, como siempre. Él es un psicoanalista, Alan Strauss, autor de un exitoso libro sobre psicoterapia, y tiene un paciente que nunca se quita los anteojos oscuros y no dice nada significativo. Una mañana Alan despierta en un sótano, lo que en Estados Unidos llaman “basement”, es decir un lugar amplio y habitable, y se encuentra con un tobillo encadenado al piso de tal manera que tiene cierta capacidad de movimiento pero no puede llegar a ninguna puerta. La situación recuerda a Misery, la novela de Stephen King que Rob Reiner llevó al cine con James Caan y Kathy Bates, donde Caan es un escritor famoso y Kathy, su admiradora más ferviente, lo rescata de un accidente automovilístico, se lo lleva a su casa para curarlo y alimentarlo y cuando se quiere acordar, Caan se da cuenta de que está preso (literalmente) de una pesadilla.

El paciente tiene una fotografía nada casual, con la luz melancólica de un cuadro de Edward Hopper en algunas escenas o con una perspectiva geométrica algo onírica al estilo David Lynch. La serie parte de un buen libro (Joseph Weisberg) y tiene un muy buen final. Muy buen final. Lo repito porque muchas veces las ficciones tienen problemas para terminar las historias. No quiero contar demasiado pero es fácil de adivinar, una vez que descubrimos que lo de la cadena no es un sueño del psicoanalista.



 

 

A propósito

El reportaje a Rómulo Macció que se publica en el número de Status comentado más arriba no fue fácil de hacer. Ya era muy famoso en esa época, tal vez el mejor de su generación. La curadora de la muestra que él hacía en ese momento en una galería de la calle Florida (Najmías, si no me equivoco) me dijo cortante: Macció no da entrevistas. Cuando finalmente logré hablar con él en persona accedió al reportaje pero puso como condición que yo no podía grabar ni tomar notas. Solo recordar. Solo recordar. Desastre. La entrevista se extendió a lo largo de una semana; todas las noches yo lo acompañaba adonde fuera, a Caño 14 a escuchar a Goyeneche, a comer en Edelweis, a casa de amigos, dondequiera. En algún momento hablaríamos pero en todo momento nos dedicábamos a beber. Él era un gran bebedor. Yo no. Llegaba a mi casa muy ebria y desesperada porque cada palabra que Macció decía merecía ser publicada y yo apenas podía recordar algunos tramos. Anotaba las palabras clave que me ayudarían a recuperar partes del diálogo pero al día siguiente no entendía mi propia letra. Una de esas noches, en Edelweiss, escribimos entre los dos la letra de un tango:
 

Atrás quedó la pálida mufada

que sin reproche

nos vio parar un coche

Nos gusta andarte, Buenos Aires,

en taxi

después el alcohol, la madrugada

y los rincones retóricos

que hoy son polvo

y escombros cacciatóricos.
 

Dijo, por ejemplo: “Londres es la ciudad perfecta para ir si uno cometió el desatino previo de vivir en España. Porque no sé si sabe que en España están todos locos. Afortunadamente, en realidad. Porque esa locura es la que produce grandes pintores. La realidad en España es algo discutible. Los pintores, por lo menos, se niegan de plano a aceptar la realidad como más o menos coinciden en percibirla la mayoría de los mortales. Ellos viven en la otra, esa realidad demencial que les gusta a los artistas. En España, como en el arte, la felicidad y la desdicha no existen, o no tienen importancia. Por eso todo es tan intenso en España. Por eso es tan neto Velázquez. Y Goya era otro loco. Me interesa la locura de Hlito, un GRAN pintor, que ha finteado la promoción toda su vida. Casi nadie lo conoce. Nunca salió en la revista Gente. Es esa clase de pintor que se las arregla para no ver a nadie, y lo que es más notable, nadie se entera de que no ve a nadie.”

Ahora voy a sentarme en el que era el lugar favorito de Macció en la barra del Florida Garden y beberé en su honor. Nos encontramos la semana que viene; mientras tanto quedan invitados como siempre al club del Viejo Smoking, nuestro hogar en la Red. Es acá.
 


El taxista respondió el saludo y no dijo nada más.

La radio estaba apagada.

Odio todo pero amo el silencio.

Cecilia

 

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