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1965. Newport, Estados Unidos.

Dylan deleitó a sus fans tocando sus canciones con una Fender Stratocaster.

Una guitarra eléctrica.

Esa noche su sonido acústico de siempre se esfumó.

Decidió probar instrumento nuevo.

Al minuto le abuchearon.

El cambió sacudió de tal manera a sus fans que algunos lloraron.

Literal.

Creyeron que la guitarra hace al músico.

O simplemente que ya no era él.

El cambio los alteró.

Y mucho.

Dylan siguió tocando, sin inmutarse.

Tocó todos sus hits con la guitarra eléctrica mientras le gritaban.

Locura.

Acabó el concierto y se fue.

Sus compañeros, afectados, quisieron advertirle.

Al día siguiente sus palabras fueron: vamos a hacer una gira.

Tal cual.

En los siguientes conciertos se desató la ira, incluso a veces, la violencia.

Otros hubieran cedido a la audiencia.

A los clientes.

En un ejercicio de sensatez, hubieron hecho ajustes en su forma de tocar.

Dylan no.

El sabía que había estallado una revolución musical.

Una transición.

Y él estaba en medio.

Dijo que no cambiaría una sola nota de su música.

Sino que tocaría más fuerte, más alto y con más confianza.

Y así fue.

Concierto tras concierto fue amansando a los fans.

Con persistencia y determinación los convenció de que era él.

Lideró.

Pasados ocho años había llenado suficientes estadios como para comprar los equipos que jugaban en ellos.

Visión.

Persistencia.

Y valor.

La guitarra que usó en la gira de 1965 se vendió por más de un millón de dólares.

Dicen, los ganadores nunca se rinden.

Y los que se rinden nunca ganan.

Vamos a ser Bob.

A probar.

A ver qué pasa:


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